El concepto de límite varía según el área de referencia. En el caso de las matemáticas resulta particularmente complejo, para los no iniciados. Sin embargo, es mucho más conocido en términos espaciales, como línea real o imaginaria que separa dos territorios; temporales, como final de un plazo; emocionales, cual extremo físico y anímico de los seres vivos; éticos y morales, en cuanto a los valores asumidos por cualquier comunidad humana; y, por supuesto, políticos, como frontera legitimadora del poder… En todo caso implica medida. Sin límites equivale siempre a algo desmesurado.
Hasta hace poco España limitaba al Norte con el mar Cantábrico y los Pirineos, que la separaban de Francia y Andorra; al Oeste con el océano Atlántico y Portugal; al Sur con este océano y el mar Mediterráneo; al Este con ese mismo mar, en el que Baleares sitúa sus cuatro puntos cardinales, al igual que las plazas de soberanía norteafricanas. En cuanto a Canarias, el Atlántico enmarca todo su contorno. España limita también con Marruecos e incluso, hasta 1975, con Mauritania y Argelia. Hoy esos límites son otros. Los Pirineos siguen ahí, pero ahora separan menos, y la «raya» con Portugal ha quedado casi en una anécdota, en su sentido de frontera. Lo de la «valla» hispano-marroquí es otra cosa. Perdón por esta licencia pero, al punto que hemos llegado, me temo que muchos españoles no conocen los límites de su país.
Paralelamente crecen a discreción las barreras internas dentro del propio territorio español. Hemos dejado atrás algunos límites, como los de las antiguas provincias africanas, pero multiplicado las lindes interiores en un minifundismo aldeano. La ideologización excluyente juega aquí un papel especialmente desgraciado, aumentando la separación entre los españoles. A este paso, España va camino de acabar limitando consigo misma en un reduccionismo exigido por intereses secesionistas.
Mientras, la política española y la sociedad, cual conjunto férreamente conducido, discurren sin mesura. Superar los límites puede llevarnos, individual o colectivamente, a mejorar nuestra situación, a la manera de Rich Roll, o a una realidad indeseable. Sobrepasar los confines significa la entrada en un espacio nuevo, o perteneciente a otros, originando problemas de mayor o menor gravedad. Así, el afán de poder de nuestros gobernantes, a cualquier precio, se hace patente por doquier. Los presupuestos para el próximo año, con un incremento desproporcionado del gasto, a pesar de la inflación, son un buen ejemplo. No importa que la Deuda Pública, tanto por su volumen como por el incremento del precio del dinero, amenaza con arruinar España.
Preocupa más, si cabe, el apunte totalitario que supone eliminar la separación de poderes. Reducido a su obediencia el legislativo, el ejecutivo libra hoy una gran batalla para someter al judicial, a la par que ocupa instituciones y organismos fundamentales, creados para garantizar los derechos y la libertad de los ciudadanos. Producto también de esa ambición desmedida, se ha potenciado la ignorancia, la manipulación, la desinformación,… y, en consecuencia, la sumisión; manifestaciones propias de un país atónito. En este proceso juega un papel indeseable la destrucción del lenguaje; palabras, palabros, palabres y expresiones retóricas vacías contribuyen a la expansión del pensamiento único (lo correcto). Nada escapa a la omnipresencia del poder político, a su intromisión en todos los órdenes de la vida individual, familiar y social, en una especie de carrera sin límite.
La trivialización de cuestiones trascendentales favorece que, en los últimos meses, se hayan multiplicado los desatinos, como la implantación amoral de disposiciones descargando la responsabilidad de la práctica del aborto sobre personas menores de edad. O la ley de memoria histórica que, tras la imposición de lo que hemos de pensar, nos señala lo que debemos recordar; hurtándonos el pasado, el presente y el futuro en libertad. Igualmente la llamada ley trans que potencia en muchas personas, según denuncian destacados psiquiatras, la sensación de necesidad de un cambio de género, inducido por la propaganda favorable, que conduce a la adopción de medidas irreversibles, cuando aún no se ha llegado a una edad en la que puedan afirmar su verdadera condición. Tampoco destaca por su moderación la ley de protección animal, que provoca la satisfacción de los animalistas pero, a la vez, la inquietud de amplios colectivos sociales.
A la vista del carácter extremado de esta última norma, puestos a elucubrar sin límites, ¿por qué no pensar en cambiar a los gobernantes que padecemos por animales? Sí estos, desde el poder, pusieran en práctica las múltiples virtudes y bondades que se les suponen y, en justa reciprocidad con la consideración recibida de nuestro gobierno, nos iría seguramente mejor. Algo apuntaba Samaniego cuando concluía: «De modo que es sabido/Que ya solo se matan los humanos/En envidiar la suerte a sus hermanos». La imaginación es el único campo que no debiera tener límites.
Artículo publicado en el diario La Razón de España
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