Transcurrido el movimiento de las placas tectónicas ocurrido en la cultura de Occidente suscitando su deconstrucción o revisionismo; en ese amplio arco que, partiendo desde 1989, nos conecta con el Oriente al abrirse la puerta de Brandemburgo y cuyo cierre podemos situar en 2019, cuando la pandemia china nos envuelve a todos como un prólogo a las guerras icónicas que le han seguido –Ucrania e Israel– es llegado el tiempo del pensar profundo. Hemos de preguntarnos hacia dónde vamos.
Habiendo dado por muerto a Dios como eje cultural y no meramente religioso, que acota nuestros comportamientos familiares, comunitarios, sociales, y de suyo después de abrirle espacios generosos al culto de relativismo en la verdad de lo humano, ¿marchamos hacia el imperio del poder por sobre la razón que ilumina caminos? ¿Creemos, en verdad, que ese poder será de arbitrio propio, como lo fue en los períodos anteriores de nuestra historia?
No avanzaré sobre las consideraciones que mejor explico en dos libros (El viaje moderno llega a su final, 2021, y El «quiebre epocal» y la conciencia de nación, 2023) escritos por mí al término de ese tiempo agonal de tres décadas –1989 a 2019– que siguen a las tres precedentes –1959 a 1989– que nos hablaban, a los venezolanos, del nacimiento de nuestra experiencia democrática civil y, al Occidente, de la primera nave que viaja al espacio y abandona la influencia gravitacional de la tierra.
Me refiero a la emergencia indetenible de la gobernanza digital y el avance cuántico de la Inteligencia Artificial. No conocen de espacios ni de tiempo, menos los valoran pues en ellas todo es virtualidad e instantaneidad y procuran la experiencia de un culto novedoso: el dataísmo, fundado sobre el dios profano de lo sensorial. Sus algoritmos aprisionan nuestra experiencia animal para disponerla bajo su arbitrio, con omisión plena del alma.
Por la otra, quienes se deshacen de la ciencia que se niega a la fe y se aferran a las leyes matemáticas de la evolución, igualmente bregan por la subordinación de lo humano al culto de la Madre Tierra, aferrados a la idea de la anakyklosis –todo nace, todo evoluciona, todo muere– que al término nos mixturará dentro del orden invariable de la naturaleza.
Antes de verse declarada la muerte del Dios judeocristiano para sostenerse ahora el advenimiento del Deus ex machina –el Dios que baja de la máquina, para los antiguos griegos– Jürgen Habermas y Joseph Ratzinger abordan el debate entre la razón y la fe, ambas de suyo enterradas por la Inteligencia Artificial. El último –muere entristecido con lo mundano dentro del Vaticano y como Papa emérito, según las redes– arguye como posible alcanzar un universal en medio de la dispersión global, una correlación polifónica entre las culturas que sostenga cuando menos a las leyes totalizantes de la decencia y del género humano, constantes en el Decálogo, cuyas tablas destruye Moisés.
Cree el entonces cardenal en la posibilidad de “que ellas se abran a sí mismas [tales culturas] a la esencial complementariedad de razón y fe, de suerte que pueda ponerse en marcha un universal proceso de purificaciones en el que finalmente los valores y normas conocidos de alguna manera o barruntados por todos los hombres lleguen a recobrar una nueva capacidad de iluminación; de modo que se conviertan en la fuerza eficaz para la humanidad y de esa forma puedan contribuir a integrar el mundo”.
Lo cierto y constatable es que el saldo inmediato parece ser otro. Su clave emerge de lo elemental, según lo veo. No es que haya muerto Dios, como lo señalara Nietzsche en Así habló Zaratustra, sino que, por lo demás, muere el ser humano como su imagen y, dentro de la cultura judeocristiana, se desvanecen el carácter eminente de su igual dignidad y, en especial, su intimidad. El Yo desaparece al hacerse mero dato de los algoritmos, o al metabolizarse dentro del conjunto de los elementos de la Pachamama.
Así se explica, no de otra manera, que la primera pérdida advertida desde el instante en que toman fuerza la tercera y la cuarta revoluciones industriales, comenzando por la digital, haya sido la de los espacios de la intimidad, la llamada vida privada o del yo personal y familiar. Han cedido, sea ante la ciencia posmoderna y el narcisismo digital que los vuelve cosa pública, sea, en otro plano, para quienes, todavía creyendo en el Leviatán o en el Estado que resume en sí a todo lo humano que medre y respire, sostienen que nada fuera de él puede existir. Y he aquí, por ende, las sinrazones del quiebre o la ruptura epistemológica que hoy presenciamos.
En el mundo occidental, su civilización ancló primero en el ámbito de lo religioso como dimensión personal y de la intimidad, luego se hizo moralidad en lo social. “No hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti” predica la Torá o “amarás a tu prójimo como a ti mismo” reza la enseñanza evangélica. Son expresiones unitarias de una misma cultura. Pero cabría, no obstante, una interpretación utilitaria de la perspectiva judaica, como el “ganarse al otro”, que luego matiza el cristianismo y se hace mandamiento moral, al precisar que el amar ha de nacer primero en el corazón, en la intimidad del propio ser humano.
La centralidad de lo cultural religioso en Occidente reside, pues, en la idea del “amor interhumano” y es así como “el verdadero orden en las relaciones interhumanas no es un arreglo artificial impuesto por jefes a un rebaño de esclavos: sólo sería su caricatura”, dice René Coste. La paz, la que hemos perdido, es en suma acuerdo entre corazones; sólo posible cuando, luego afirmarnos en lo que somos y descubrir en nosotros mismos quiénes somos, nos reconozcamos en los otros y en igual identidad, que no excluye la diferencia irreductible de ser cada uno como ser y proyecto único e irrepetible de lo cabalmente humano.
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