El usurpador ha destapado su cofre de perfumes electorales, conducta que puede conducir a la desconfianza porque sabemos que no le gusta ese tipo de olores, o que los prepara para que no le peguen en la nariz. Si a esto se agrega que, desde sus inicios, el chavismo creó una autoridad electoral sumisa a sus intereses e indiferente ante los clamores de los partidos de la oposición, se puede considerar asunto de idiotas que salgamos a hacer fila para votar para que el Tibisay de turno nos eche los sufragios al basurero.
No solo una convocatoria electoral, sino también cualquier movimiento de la usurpación que huela a democracia y a libertad, debe provocar la estampida de la sociedad. Como son asuntos contrarios a su naturaleza autoritaria y tramposa, se siente la proximidad de un engaño, de un disfraz confeccionado a conciencia. Cuando saca de la chistera el conejo electoral, el usurpador no muestra un anzuelo atractivo, por lo tanto, sino un nuevo motivo de incredulidad.
El problema aumenta debido a la aparición de sectores aparentemente opositores que mueven el conejo para la brasa del usurpador, supuestos líderes de partidos sin presencia efectiva, sin militancia ni domicilio localizable, miembros de la anterior comparsa que validó el continuismo de Maduro en un proceso despreciado por las grandes mayorías nacionales. No hay manera de tragarse la nueva rueda del molino, no solo por su origen digno de desconfianza redonda sino también por la solidaridad que ha despertado en unos individuos marcados por la sospecha. Pareciera que, ni con el auxilio del maquillaje profesional que se pueda traer del extranjero, la invitación pueda tener buena cara. Pero Henrique Capriles aconseja que no nos vayamos de bruces en el desprecio de la llamada, que la utilicemos como la única arma a mano para darle una reprimenda inolvidable a un invitador que debe salir, de todas todas, con las tablas en la cabeza.
Para plantearnos la alternativa de una decisión así de trabajosa, Capriles parte del fracaso de los movimientos hechos por la oposición en el pasado reciente, pero sobre todo en 2019, para salir de la usurpación. Ninguna de las metas planteadas por la dirigencia cumplió su objetivo, afirma. Y agrega que una retórica que se fue apagando poco a poco hasta rondar las escalas de la intrascendencia, junto con el inexcusable disparate del 30 de abril del pasado año, abrieron distancias gigantescas entre los líderes y un pueblo que prefirió vivir una inercia que podía generarle subsistencia mientras los aficionados a la retórica más trillada chapoteaban a solas en su cascadita de fantasía. De allí, según propone, la necesidad de crear una motivación plausible para que el motor desfalleciente marche de nuevo y haga que los ciudadanos se orienten de veras hacia la meta negada por la impericia de unos choferes que han manejado el carro sin llegar hasta el semáforo de la esquina.
La máquina electoral es la única que puede cambiar las cosas, no hay otra posibilidad en un paisaje apagado, en un ambiente distinguido por el desánimo, en una noria de movimientos que realmente no se mueven, dice Capriles. La solución está en las manos de una sociedad que fue adicta al voto y que se impuso clamorosamente a la usurpación en su victoria de las elecciones parlamentarias, y que puede y debe volver por sus fueros si se la convoca adecuadamente. Las elecciones son, en la actualidad, remacha, la única posibilidad de una movilización social cada vez más renuente, de un regreso cada vez más esquivo a los senderos del bien común, a menos que alguien del liderazgo criticado demuestre lo contrario.
La propuesta se reviste de seriedad porque, cuando se visita con cuidado, no se siente como hija de la revancha, ni del apuro de aparecer en el centro de una nueva fotografía palaciega. Pero se vuelve todavía más susceptible de atención porque propone la unión de la elección con la protesta, la utilización de los comicios para profundizar la crítica del continuismo, para acorralar al organismo electoral y para trasladar la pelea nacional con más énfasis hacia el extranjero, para obligar, a través de señales contundentes, a que se haga el juego equitativo y honesto que no puede tolerar el usurpador porque decretará su derrota y su muerte.
No parece una locura, sino todo lo contrario, quizá la única sugerencia digna de apoyo en estos caminos dolorosamente infinitos. Pero obliga a hacer cálculos serios, a replantearse muchas cosas, a no darle con la puerta en las narices al designio electoral del usurpador sin una reflexión previa. De momento Capriles nos ha puesto a pensar, y esa novedad se le agradece.
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