Jesús Delgado, mi compadre, colega y amigo, hoy cumpliría 63 años. Entre abril y junio, siempre quedábamos “igualados” en edad. Yo nací unos meses antes, pero durante ese breve tramo del calendario, la aritmética se rendía ante la coincidencia, y éramos exactamente iguales.
Cada año, al llegar estas fechas, lo llamaba. Y cada año, sin falta, me regalaba un comentario geográfico. En realidad, Jesús vivía hablando desde y por la geografía. Pero el 14 de abril, en particular, tenía una certeza que compartía con la convicción de quien anuncia una ley natural: “Ya viene la lluvia”, decía, mientras señalaba el desplazamiento de la zona de convergencia intertropical. Era casi una ceremonia, como si ese saber ancestral y técnico, al mismo tiempo, se hiciera carne en su voz. No llovía en toda Venezuela, por supuesto, pero en Caracas o en Mérida —donde estaba él, o donde estaba yo—, sí. Como un “cordonazo” pactado con el calendario, las lluvias estacionales del trópico norte hacían su entrada.
Hoy también llueve aquí en Madrid, donde me encuentro, como también en Caracas y en Mérida. Y cómo no sentirlo cerca.
Estas primeras lluvias, las de abril, no traen angustia ni sobresalto. Son un alivio. Vienen a regar la tierra venezolana agrietada, la que ha sufrido el rigor de lo que allá llamamos “verano”, aunque se trate, en verdad, de la estación seca. Según la teoría —y la experiencia—, se extiende desde noviembre hasta comienzos de abril. Para muchas regiones del país, es una espera larga y a veces desesperante.
Pero entonces llegan las lluvias, y con ellas, Jesús. Me falta su voz. Me falta su risa contenida, esa manera suya de ir metiendo la geografía en la conversación como quien deja caer, sin querer, una flor en el camino. Era como si lo “geografiquísimo” lo habitara más allá de la vocación; era, simplemente, su manera de ver el mundo.
Había espacios que conocía como la palma de su mano. Uno de ellos era la urbanización Santa Mónica, donde creció y vivió buena parte de su vida. Gracias a ese conocimiento casi íntimo del vecindario, fue que supo de una antigua casona en estado ruinoso, vestigio de la Caracas planificada de los años cincuenta, en tiempos del perezjimenismo. Una ciudad que, por entonces, seguía un patrón de crecimiento ordenado —antes de la avalancha del “Plan de Emergencia” y la democracia recién estrenada en 1958-59, que terminaron por desbordar el trazado con barrios improvisados en las laderas.
Esa casona, olvidada por muchos, fue la que Jesús señaló como ideal para albergar la sede definitiva del Centro de Estudios Integrales del Ambiente (Cenamb). No fue él quien llevó adelante el proceso institucional —ese mérito, justo es decirlo, recae en Antonio De Lisio, su director en ese momento—, pero fue Jesús quien encendió la chispa, quien vio en esas ruinas el lugar posible. De Lisio, con visión y tenacidad, supo convencer al rectorado de la Universidad Central de Venezuela y lideró el complejo camino que convirtió aquella casa malherida en la sede digna que el Cenamb merecía.
Yo también trabajé allí, muchos años antes, en 1986 y 1987, cuando el Cenamb era poco más que un galpón en la Zona Rental de Plaza Venezuela. Aulas improvisadas, oficinas mínimas, sueños grandes. La nueva sede, en cambio, fue reformada con criterio, con respeto por su historia y con una esperanza tangible: aulas, pasillos, patios, y una vista que parecía decir que la geografía también podía tener un lugar propio.
Hoy, al pensar en todo eso, la emoción me sobrepasa. Jesús, compadre, dondequiera que estés —en algún rincón del universo, sin duda— estarás calculando la pluviosidad de alguna otra dimensión, leyendo mapas estelares o ajustando algún modelo climático intergaláctico.
Aquí, desde esta Madrid también mojada por abril, me llega tu recuerdo como llegan las lluvias: suave, persistente, inevitable.
Con ellas, como siempre, llegas tú.
«Ambiente: Situación y retos» es un espacio que se publica en El Nacional, coordinado por Pablo Kaplún Hirsz
email: [email protected] y web www.movimientoser.wordpress.com
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