Fueron muchas las veces que acompañé a pie hasta el cementerio a mis amigos estudiantes muertos en duros enfrentamientos con la siempre inevitable y despiadada policía en tiempos democráticos o de dictadura. La marcha estudiantil comenzaba en las inmediaciones de la Roca Tarpeya y se desplazaba con voluntaria lentitud coreando consignas condenatorias. Recuerdo la elegante prestancia de la avenida por donde marchábamos porque se mantenía reciente su inauguración en 1940 y fueron aquellas andanzas fúnebres y solidarias las que marcaron los pasos que diariamente me conducían por los fermintorianos años cincuenta de huelgas estudiantiles y encrespados enfrentamientos con la policía democrática y más tarde con las atrocidades del perezjimenismo. Bajo el chavismo marché poco porque la edad y el bastón obstaculizaban mis siempre mentales y enfurecidos pasos.
Nunca llegué a tener muy claro dónde estaba la frontera que separaba la democracia con el régimen militar autoritario porque la Disip, la Sotopol, la Manzopol, la Seguridad Nacional se me encaramaban y me vapuleaban sin pedir permiso y durante un período el país era de los adecos y en el siguiente, de los copeyanos y en otro más allá, de algún militar malencarado y el problema permanecía sin resolverse ya que jamás he sido adeco ni copeyano; tampoco he estado inscrito en el Partido Comunista, aunque fui de muchacho compañero de camino de su equivocada y descarriada juventud y a lo largo de mi desalentada vida he abominado toda clase de autocracia. Yo solo era un muchacho que leía con voracidad todo lo que caía en mis manos, visionaba ¡malas películas!, incluidas las mexicanas; me conmovían las fascinantes manifestaciones del arte, detestaba al gobierno de turno y me amargaban sus desacertados manejos políticos. Tuve la suerte de encontrarme en el liceo Fermín Toro con Adriano González León, Luis García Morales y Elisa Lerner porque años más tarde íbamos a crear con Guillermo Sucre, Salvador Garmendia, Perán Erminy y otros poetas y escritores, el Grupo Sardio, renovador de la literatura venezolana.
La marcha estudiantil avanzaba por la Avenida Principal de El Cementerio arrastrando violentas e iracundas consignas y el sol caía a plomo en el sediento y caluroso mediodía. ¡Con la OEA o sin la OEA, ganaremos la pelea!, ¡Amigo, camarada, tu muerte será vengada!, ¡Betancourt, fuiste tú y el borracho de Dubuc! eran algunas de las consignas, esta última en alusión a uno de los connotados políticos de Acción Democrática acusado por la marejada estudiantil de haber causado la muerte del estudiante cuyo cuerpo desanimado acompañábamos a su triste destino.
El calor nos obligó a Carlos Contramaestre, a Adriano y a mí a refugiarnos en uno de los bares de la avenida y mientras consumíamos nuestras cervezas veíamos pasar la manifestación profiriendo injurias contra Dubuc, seguramente el transitorio ministro de policía. En un determinado momento, Contramaestre, como Adriano y yo, entusiasta hombre de tragos, me miró a los ojos y dijo: «¡Coño, Rodolfo, esta última parte de la consigna sobre Dubuc no me gusta!» y percibí un cierto asomo de nobleza y alcohólica solidaridad hacia el detestado político. Contramaestre tenía razón: no resultaba ético confundir las debilidades humanas con las glorias o desventuras políticas. “¡Al César, lo que es del César”, dijo terminando su trago.
Surgen de pronto en mi quebradiza memoria los rostros de François Mauriac o Andrés Maurois, pero no se dibuja bien cuál de los dos rogó al chofer que llevara al cementerio a dos temblorosos ancianos que estaban de visita. El chofer preguntó con simulada candidez: “¿Tengo que dejarlos allá?”.
Contramaestre (Tovar, Mérida,1933 – Caracas, 1996) fue médico, poeta y pintor y en tiempos de El Techo de la Ballena se dio a conocer por su Homenaje a la necrofilia (1962), cuando las vísceras de res mal tratadas y pegadas a los lienzos comenzaron a corromperse al día siguiente de haberse inaugurado la exposición y empezó a moverse la materia de los «cuadros». Yo estaba allí cuidando la exposición. «El arte tiene vida», me dije, alborozado cuando me percaté de que lo exposición adquiría una vida distinta. Me acerqué y vi estupefacto que eran gusanos lo que se removía en las obras, pero gusanos del arte y no de la ya agusanada Revolución cubana. ¡Aquel fue un momento memorable. no solo para el arte sino para mi propia vida!
La Avenida Principal de El Cementerio fue inaugurada en los años cuarenta del siglo pasado, pero cuando nos tocó a mí y a Belén enterrar a una parienta, vimos a un par de ancianas enlutadas caminando por la acera de nuestra parroquia y le dije a Belén: ellas son amigas de la parienta que vamos a enterrar y van para el cementerio. En efecto, para allá iban, les dimos la cola y se sentaron atrás en el automóvil sin dejar de parlotear. Entonces constatamos con estupor cómo la vida económica del país se había deteriorado de manera estrepitosa y la avenida en otro tiempo limpia y espléndida, que terminaba justo frente a las rejas del Cementerio General del Sur, era un caudal de andrajosa miseria, tarantines y sucios infortunios. Cuando llegamos a la Roca Tarpeya, entramos a la avenida y comenzamos a abrirnos paso por entre los escombros humanos escuchamos a una de las ancianas que preguntaba a la amiga: «¿Y sí será bello allá?» refiriéndose desde luego a la plácida buenaventura celestial que por su avanzada edad ella sentía cada vez más cercana, y la otra anciana contestó: «¡Mi amor¡», hizo con el brazo un gesto que abarcaba todo el patético y descorazonador panorama de la decrépita avenida por la que muchas veces marché muchacho clamando justicia, y exclamó: «¡Si te parece bello esto, cómo no va a ser bello allá!».
Le conté la historia a Rafael Baquedano, mi amigo jesuita y me dijo: «¡La utilizaré en mi sermón del domingo!”.
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