El brote más alto de COVID-19 no podía ser ocultado por el gobierno de Nicolás Maduro. Incluso, algunos voceros oficialistas de mediana jerarquía han reconocido el colapso del sistema público de salud; un sistema de salud que ya estaba colapsado y que por sus fallas estructurales difícilmente podía soportar una emergencia de esta magnitud.
Las decisiones que involucran el derecho al disfrute del más alto nivel posible de salud que le permita a las personas vivir dignamente no admiten discriminación. Sin embargo, el autoritarismo en Venezuela ha gestionado la contingencia derivada de la pandemia con los mismos esquemas asistencialistas y sectarios, para profundizar la dependencia de los ciudadanos y ciudadanas del Estado.
En vez de información epidemiológica accesible, suficiente, desagregada, y verificable, desde el principio el oficialismo echó mano de las herramientas de control político, económico y social que ha ido sofisticando.
Desde el principio se recurrió al sistema Patria, por ejemplo, para construir una narrativa paternalista sobre lo que antes de la pandemia era una de las principales preocupaciones de la gente: la indisponibilidad e inaccesibilidad de los alimentos. Recordemos que las medidas de confinamiento coincidieron con un desabastecimiento generalizado de combustible que, a lo largo de los últimos meses, se ha paliado con importaciones de Irán y otros países aliados de Maduro.
A través del sistema Patria se distribuyen las bolsas de comida, mayoritariamente, importada a precios subsidiados. Incluso, en algunos casos, el gobierno logró llevar esas bolsas de los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP) más cerca de cada quien. La coyuntura comenzaba a favorecer políticamente al gobierno, en la medida en que se consolidaba como el principal y, en algunos casos, único proveedor de lo esencial para la supervivencia a la que está sometida gran parte de la población venezolana.
Recordemos la férrea centralización de las pruebas PCR durante los primeros meses de la pandemia, lo cual, en la práctica implicaba que una persona que viviera en Santa Elena de Uairén, a 1.259 kilómetros de Caracas, debía esperar que la muestra llegara a la capital del país para ser procesada en el Instituto Nacional de Higiene, controlada por la Misión Médica Cubana.
Ahora, un año después, el negocio político está concentrado en las vacunas. El sabotaje gubernamental de la adquisición de vacunas a través del mecanismo Covax, porque el gobierno interino encabezado por Juan Guaidó emprendió la iniciativa, corresponde al interés supremo de monopolizar la gestión de la crisis. Y, a tales efectos, se vuelve a aplicar el sistema Patria, que es excluyente y discriminatorio. Probablemente usted, apreciado lector, no está afiliado a la plataforma digital mediante la cual el gobierno distribuye algunos bienes y bonos en forma discrecional y arbitraria.
Una diferencia de trato es contraria a Derecho cuando no tiene una justificación objetiva y razonable; es decir, cuando no persigue un fin legítimo y no existe una relación razonable de proporcionalidad entre los medios utilizados y el fin perseguido.
Estos estándares en Venezuela no se cumplen. El Instituto Venezolano de los Seguros Sociales (IVSS) informó en su página web que se vacunará contra el coronavirus a los que tengan carnet de la patria a través del sistema Patria, lo cual implica una política discriminatoria inaceptable.
La estrategia de vacunación debe basarse en el principio universal de distribución justa y equitativa de las vacunas para todas las personas sin preferencias ni desigualdades.
¿Por qué exigir a los ciudadanos el carnet de la patria como requisito para vacunarlos? ¿Por qué no basta con presentar la cédula de identidad? El carnet de la patria es un instrumento de discriminación aliñado con populismo y demagogia. Las personas que no lo tienen corren el riesgo de segregación. Si no se afilian a dicho sistema de control seguramente habrá consecuencias, ya se ha demostrado que no afiliarse al gobierno trae consecuencias que pueden llegar al extremo de la cárcel e, incluso, de la muerte.
El derecho de toda persona al disfrute del más alto nivel posible de salud física y mental no es una dádiva del Estado, y tampoco debe ser considerado una herramienta de chantaje.
Este derecho se encuentra consagrado en el artículo 12 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC), e impone a los Estados la obligación de tomar todas las medidas necesarias para garantizar “la prevención y el tratamiento de las enfermedades epidémicas, endémicas, profesionales y de otra índole”. Adicionalmente, respecto al acceso a medicinas, el artículo 15 del PIDESC establece el derecho de todas las personas de “gozar de los beneficios del progreso científico y de sus aplicaciones”.
Todas estas circunstancias han propiciado que el ciudadano cada día se sienta más vulnerable. La incertidumbre para aplicarse la vacuna en contra de la COVID-19 se ha convertido en una necesidad apremiante.
El cardenal Baltazar Porras llamó a una revisión global del tema y propuso la creación de un plan nacional de vacunación que involucre a los más vulnerables y débiles.
Nicolás Maduro debe poner la salud en primer lugar y hasta la fecha los hechos revelan que no ha sido capaz de ejecutar una política de vacunación que asegure el acceso universal y equitativo a la vacuna contra la COVID-19, con especial atención a los grupos desamparados.
El Estado debe garantizar un plan de vacunación asequible para todas las personas, lo que implica el acceso gratuito a las vacunas. En principio, para aquellas en situación de pobreza o de menores ingresos, a fin de que el nivel de ingresos o su poder adquisitivo no resulte en un factor determinante que impida o privilegie su inmunización.
La exigencia del carnet de la patria para administrar las vacunas al ciudadano es una evidencia más de la instauración de la discriminación política como una práctica sistemática, a partir de una primitiva y antidemocrática idea: si no estás conmigo, estás en mi contra.