Ganó Gustavo Petro en Colombia, enarbolando banderas de izquierda. Pero en su nombre, pregonando revoluciones que traerían la justicia social y el progreso, se han impuesto las dictaduras más retrógradas y primitivas, negadoras de las conquistas más importantes de la humanidad. Fidel Castro, Hugo Chávez, Daniel Ortega y muchos otros déspotas se retratan aquí. ¿Debe esperarse lo mismo de Petro?
Suponiendo sinceras sus intenciones (al menos inicialmente), puede atribuirse esta incongruencia al empeño de (cierta) izquierda en fundamentar sus ideas en enfoques colectivistas, argumentando que los intereses personales deben subordinarse al bien común. Rompe con la visión liberal, que enfatiza la inviolabilidad del ser humano en sus atribuciones y prerrogativas fundamentales como ser social, lo que implica la irreductibilidad de sus derechos básicos como individuo. Para esta izquierda, sin embargo, el liberalismo legitimaría conductas egoístas, no solidarias, contrarias a una justicia social basada en la equidad. La economía capitalista sería la mejor demostración de ello, pues subordina consideraciones sociales o ambientales a la maximización del beneficio privado. Si se es marxista, la acumulación de capital se explica, además, por la explotación de la mano de obra, expresión de la injusticia de clase que ha hecho a unos pocos muy ricos, mientras empobrece a la mayoría. Y la verdad es que el marxismo colonizó hasta tal punto la izquierda que buena parte de sus categorías conceptuales vienen de ahí.
Sin duda suena muy loable sacrificar los intereses personales en aras del bien común. ¿No ha sido en buena medida el motor del progreso de la humanidad? El problema está en cómo definir ese bien común. En la historia real se ha reducido, lamentablemente, en quién o quiénes deciden ese bien común.
Es tentador recurrir a la volonté générale de Rousseau para sortear esta dificultad. Pero resulta un espejismo, pues tal voluntad general no se refiere a decisiones tomadas en colectivo, sino al propósito que, en última instancia, anima el contrato social que cohesiona a una sociedad, por encima de los intereses particulares de quienes la constituyen. Fundamenta la superación del orden personal y arbitrario del déspota, como la libertad salvaje del mundo natural. Podría decirse que la voluntad general se refiere a un orden social que propicia el bien común, pero que es previo a él. Regresamos, por ende, al punto de partida, a menos que nos aprovisionamos de una idea preconcebida de lo que debe ser ese orden social. Y aquí entran todas las utopías concebidas por la humanidad, tanto las de inspiración religiosa, étnica- racista o de pretendidas ciencias del devenir histórico.
El filósofo polaco Leszek Kolakowski alertaba hace unos cincuenta años, en referencia al “socialismo realmente existente”, que todo intento de imponer una utopía, por más bella que pareciera, termina, irremediablemente, en dictadura. Lleva a la fundamentación ideológica del totalitarismo, como lo expuso en su obra magna, Hannah Arendt. Descomponiéndola en sus raíces semánticas, la ideología no sería más que la lógica puesta en acción de una idea asumida previamente como verdad absoluta. Por antonomasia, esa verdad no admite ser desmentida. Está blindado contra toda contaminación externa, además, por su consistencia interna. Es la llave para entender el universo en que vivimos. Quien no comulgue con tal verdad queda desamparado de su paraguas salvador. Son los “paraísos” construidos con base en la intolerancia absoluta de toda desviación del dogma, propios del sectarismo fundamentalista del ISIS o talibán, pero que siglos antes también exhibieron teocracias cristianas.
Pero quizás más pernicioso han sido los “paraísos” edificados a partir de una supuesta ciencia de la historia que desentraña las causas últimas de la injusticia y ofrece, a través de una labor drástica de reingeniería social a manos de “revolucionarios” esclarecidos, acabar de una vez para siempre con los males que han plagado a la humanidad. Nos referimos, obviamente, a los regímenes nacionalsocialista y del socialismo marxista. El nazismo fue derrotado y, al ser revelado la extensión y profundidad de las atrocidades que cometió, suele pasarse por alto que, previo a la guerra, fue vista por muchos como una propuesta salvadora. Y no sólo en Alemania. Debido a su cruel insania, podemos confiar en que no se le permitirá levantar cabeza de nuevo. ¿Pero sucede lo mismo con el comunismo?
Algunos aun creen que el comunismo fracasó por errores en su ejecución, no por su fundamentación conceptual. Si pasó por alto el respeto a los derechos humanos, fue por perseguir “revolucionariamente” bienes superiores de libertad y justicia, sin detenerse en los “falsos valores” de la democracia liberal. Tales ideas encontrarían justificación en la “ciencia” del materialismo histórico develada por Marx y Engels. No es éste el lugar para discutir estos postulados. Pero sería necio menospreciar la alerta sobre su peligrosidad para la libertad formulada en la Miseria del Historicismo del filósofo austríaco, Karl Popper, y en los escritos, en la misma tónica, de Isaías Berlin.
Si se piensa que ser de izquierda implica abogar por la justicia social, la igualdad de oportunidades y la libertad, no puede asentarse en preconcepciones colectivistas. ¿Significa desistir de luchar por el bien común? En absoluto. Sólo que ese bien común debe construirse a partir de las preferencias, libremente expresadas, de los individuos. En una democracia auténtica, la gente se organiza en sindicatos, gremios, centros culturales y asociaciones diversas, para proseguir intereses colectivos. Pero a diferencia del dogma colectivista, estas agrupaciones están sujetas a la voluntad de sus integrantes y deben responder a estos por la manera como se conducen. El sumun de estas expresiones de voluntad colectiva está en la representación política, plural y alternativa, electa para gobiernos locales, regionales y nacionales. Claro está, pueden ser capturados por politiqueros o por oligarquías poderosas, pero evitar eso es, precisamente, el reto de toda sociedad democrática. La solución: más democracia.
La democracia liberal pregona la igualdad de oportunidades para todos, lo que supone leyes y un Estado de Derecho que la aseguren. Lamentablemente, las condiciones para disfrutar de la igualdad ante la ley no están, como todos sabemos, garantizadas. La ausencia de recursos (pobreza), la ignorancia, sesgos a favor de los poderosos en la aplicación de justicia o en la prestación de servicios, prejuicios diversos y otras calamidades, pueden hacer de esta igualdad un derecho vacío, inexistente. Y aquí es donde entra la lucha entre el pensamiento de izquierda y el de derecha en una democracia liberal. Como lo demuestran muchos países europeos, se puede conciliar la prosecución de intereses colectivos con la libertad, con base en el ejercicio pleno de derechos individuales que aseguren objetivos de seguridad social y de igualdad efectiva de oportunidades, en condiciones de creciente prosperidad económica.
Es un error pensar que el liberalismo abandona necesariamente la igualdad de oportunidades a los mecanismos de mercado. Ello es propio del neoliberalismo, que subordina lo político a criterios de racionalidad económica, proponiendo un menú ortodoxo que asegure la confianza del capital financiero globalizado. Es una suerte de chantaje en aras de preservar los equilibrios económicos a nivel nacional, pero que relega a un segundo plano problemas que deberían tener alta visibilidad en la agenda liberal, como los relacionados con percepciones de injusticia y con la provisión adecuada de bienes públicos -o de discriminación en su usufructo-, que fundamentan la igualdad de oportunidades y el respeto por las minorías. Se requiere, por tanto, coordinar acciones a nivel internacional para contener los efectos desestabilizadores de los flujos financieros internacionales sobre las economías nacionales y disuadir, así, la “carrera hasta el fondo” para congraciarse con estos capitales. Ello permitirá recuperar mayor libertad y seguridad de acción de los gobiernos para responder a estas inquietudes.
Razones de espacio impiden atender otros problemas que son centrales a estas reflexiones. Lo que nos hemos limitado a señalar aquí es la bancarrota de imposiciones colectivistas para proseguir agendas que podría considerarse de izquierda. La historia demuestra que llevan a su contrario. Esperemos, por el bien de Colombia y de Latinoamérica, que el gobierno de Petro pueda sustraerse de esta fatalidad.
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