Cuando Hanna Arendt acuñó la expresión de «la banalidad del mal» no imaginó que Auschwitz podía acabar convertido en una atracción turística donde ha habido que poner límites para que los visitantes no se hagan ‘selfies’ sonrientes ante los siniestros raíles de las vías. La filósofa, cronista del juicio de Eichmann, pensaba en la inconsciencia funcionarial, irreflexiva, con que el jerarca nazi admitía su colaboración en la tarea genocida; una interpretación psicoanalítica que sigue sin gustar en Israel porque le atribuyen una paradójica banalización del designio criminal contra la población judía. En cualquier caso, lo que la Historia ha traído después es un proceso de asimilación trivial de la tragedia en la sociedad posmoderna, donde la ‘reductio ad Hitlerum‘ o la ley de Goodwin constituyen un recurso dialéctico corriente en cualquier discusión doméstica y la excursión al más célebre de los campos de la muerte ha pasado a forma parte del llamado turismo de experiencias.
Algo similar sucede en el debate político, cuya creciente simpleza intelectual ha vaciado de profundidad y de sentido las comparaciones con el horror del nazismo. La ignorancia de las verdaderas dimensiones del Holocausto y del carácter sistemático, industrializado, del exterminio ha provocado que llamar nazi a un adversario pase a ser un tópico al alcance de cualquier dirigente pueblerino, del mismo modo que se ha vuelto recurrente tildar de genocidio los imperdonables desmanes cometidos por los Gobiernos sionistas en el sempiterno conflicto contra los palestinos. Este último lugar común, frecuente en la izquierda, esconde además un resabio, consciente o inconsciente, de antisemitismo, el verdadero fondo ideológico o sentimental de la cíclica persecución histórica de los judíos. La omisión de la cruel singularidad de la Shoá, carente de un motivo y de un fin que no fuese la satisfacción de un oscuro delirio asesino, representa hoy una modalidad oblicua de negacionismo.
Los ochenta años transcurridos apuntan a la pronta desaparición de la generación que vivió ese proceso dramático. De manera que la memoria colectiva de la barbarie carecerá en poco tiempo del testimonio de primera mano y la consiguiente autoridad moral del soporte biográfico. En ausencia de una pedagogía rigurosa sobre el significado del proyecto de dominancia ario, quedará campo libre para la manipulación narrativa propia del signo contemporáneo, con sus falsificaciones semánticas, su relativismo líquido y sus artificios sesgados. Y el mal, el mal puro, prístino, programado con la frialdad de un expediente burocrático, perderá su condición reveladora de la capacidad destructiva del género humano para transformarse en guion rutinario de uno de esos relatos más o menos sensacionales que proliferan en la civilización del espectáculo. La de las fotografías de morritos junto a las alambradas del espanto.
Artículo publicado en el diario ABC de España
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