En 2021 se conmemoró el septuagésimo aniversario de la expedición conjunta de funcionarios venezolanos y exploradores franceses para establecer el lugar exacto del nacimiento del Orinoco, al que arribaron el 27 de noviembre de 1951. Ese río, llamado padre por algunos, en verdad como han señalado diversos autores, debe considerarse más bien un río hijo de muchos otros ríos y caños, de cerros y montañas, de innúmeros manantiales y nacientes de agua, de aletargadas pozas donde inmemoriales habitan anacondas míticas o seres que contemplaron los amaneceres primigenios, cuando no contribuyeron incluso a delinearlos, según las historias sagradas de muchos pueblos indígenas.
Me propongo llamar la atención sobre algunos significados asociados al objeto de esa expedición. Su trascendencia no debe desdibujarse en una actitud meramente laudatoria o mediante una mirada sin la perspectiva histórica adecuada. A veces, el contexto o las condiciones del presente sesgan la aproximación al pasado y se pierde el sentido de un determinado fenómeno.
El término descubrimiento se ha generalizado para designar la geolocalización de las fuentes del Orinoco. Sin duda, el concepto de descubrimiento puede generar una visión confusa, habida cuenta además de la larga y en parte bizantina discusión sobre el llamado descubrimiento de América. Entre las varias acepciones del verbo descubrir, la primera según el Diccionario de la lengua española es “manifestar, hacer patente” algo. Este significado se corresponde perfectamente no solo con la finalidad de la expedición sino con sus resultados o consecuencias. La tercera acepción registrada en dicho diccionario es “hallar lo que estaba ignorado o escondido, principalmente tierras o mares desconocidos”. Ciertamente, la expedición venezolano-francesa hizo patente el nacimiento del río y sus fuentes ubicadas en la sierra parima y más específicamente en el cerro Delgado Chalbaud, que lleva hoy el nombre del presidente victimizado por la en apariencia incesante violencia política venezolana.
Resulta cuando menos inquietante que hasta la primera mitad del siglo XX se desconociera el sitio exacto del nacimiento del Orinoco. Recordemos algunas miradas o aproximaciones al río. En primer lugar, destaca la impresión mirífica de Cristóbal Colón al presentir, en su óptica augural de la visión europea del llamado Nuevo Mundo, la cercanía al Paraíso Terrenal por la exuberancia de la vegetación y la enorme presencia de agua dulce en la costa del océano[1]. Aunque no hace explícita la relación, también debió influir su percepción sobre la bondad y belleza de los indios. Vivir desnudos o casi sin ropa en latitudes tórridas debía ser una señal decisiva, pese a la vergüenza por la desnudez aludida en el mito del Génesis.
Otra mirada relevante es la de sir Walter Raleigh[2], confundida por los referentes mitológicos europeos y, a la vez, codiciosa ante tantas riquezas imaginadas. Luego vendrán las exposiciones más serenas de José Gumilla en El Orinoco ilustrado y defendido[3], de fray Antonio Caulín en su Historia coreográfica de la nueva Andalucía[4] y sobre todo de Felipe Salvador Gilij[5] en el Ensayo de historia americana o sea historia natural, civil y sacra de los reinos y de las provincias españolas de Tierra Firme en la América Meridional.
Destacan la mirada analítica y comparativa de Humboldt al recorrer las riberas orinoquenses al inicio mismo del siglo XIX[6] y la exposición detallada Francisco Michelena y Rojas[7] en su Exploración oficial por la primera vez[8], sus acotaciones siempre interesantes y las rectificaciones que hace de las opiniones de Humboldt. A ello se suma, con base en los relatos de exploradores y viajeros franceses, el imaginario geográfico que se explaya en las conversaciones de los personajes de El soberbio Orinoco de Julio Verne sobre los contradictorios posibles orígenes del Orinoco[9].
Ya a inicios del siglo XX, destaca la inquietante navegación de los personajes de Tierra nuestra. (Por el río Caura)[10], novela y exposición sociológica, o reflexión social en formato de ficción literaria, escrita en 1919 por Samuel Darío Maldonado. No podemos olvidar el “Pórtico” formidable de Canaima de Rómulo Gallegos[11]:
“Acaban de pronto los grupos maretazos de las aguas encontradas, los manglares se abren en bocas tranquilas, cesa el canto del sondaje y comienza el maravilloso espectáculo de los caños del Delta.
Término fecundo de una larga jornada que aún no se sabe precisamente dónde empezó, el río niño de los alegres regatos al pie de la Parima, el río joven de los alardosos escarceos de los pequeños raudales, el río macho de los iracundos bramidos de Maipures y Atures, ya viejo y majestuoso sobre el vértice del Delta, reparte sus caudales y despide sus hijos hacia la gran aventura del Mar; y son los brazos robustos reventando chubascos, los caños audaces que se marchan decididos, los adolescentes todavía soñadores que avanzan despacio y los caños niños que se quedan dormidos entre los verdes manglares”.
Recordemos, sobre todo, la intención creadora de Amalivaca, el gran héroe cultural tamanaco, y de su hermano Vocchi al soñar un río que pudiera navegarse siempre, aguas arriba o aguas abajo, a favor de la corriente. Quizá ese deseo nos hable del portento del Caño Casiquiare que comunica, especialmente en los meses de gran avenida o de inundación, las aguas del Orinoco con las del grandioso Amazonas a través del Río Negro.
Así como en los días iniciales de la conquista europea se llegó a pensar que los indios podían ser descendientes de las tribus perdidas de Israel (con lo cual se intentaba establecer un nexo histórico y cultural, pero en especial genérico, en el sentido de que se enfatizaba el carácter humano de las poblaciones amerindias), los yanomamis tienen una historia similar. Según pudo recoger el padre Luigi Cocco, misionero salesiano, en su extraordinario libro Iywëi-teri. Quince años entre los yanomamos[12], en los días torrenciales del diluvio, de las grandes lluvias, los yanomamis que no lograron agarrarse de los árboles o de las raíces fueron arrastrados por las aguas y llevados a un sitio de donde luego volvieron con instrumentos metálicos y armas de fuego. En cambio, los yanomamis que lograron asirse con fuerza a los troncos y a la vegetación han permanecido donde Omawë, su dios, los creó.
Me resultan fascinantes esas dos historias cruzadas: los indios como descendientes de las tribus perdidas de Israel y los europeos como antiguos indios que navegaron enormes distancias sobre las crestas de las olas embravecidas de las lluvias incesantes del diluvio. Entiendo que en esa coincidencia se resalta el género único de la humanidad, engrandecido y enriquecido, dignificado, por la multiplicidad y diversidad de las culturas, idiomas, creencias, saberes y haceres y por la apariencia fenotípica, tantas veces injustamente invocada para excluir y no para incluir.
No puedo olvidar tampoco que mis padres, como mis otros familiares y sus compañeros de clase, estudiaron geografía de Venezuela, su orografía e hidrografía, en la escuela primaria y secundaria sin saber exactamente dónde nacía el Orinoco. Mi madre, que además era maestra normalista graduada en 1948, durante varios años debió dar clases sin poder señalarles a sus alumnos el lugar exacto del nacimiento del Orinoco. Todo eso me parece sorprendente.
Ahora, setenta años después, conmemoramos las hazañas de la expedición que logró fijar el lugar exacto del nacimiento del Orinoco. Ese logro constituye, sin duda, un punto de inflexión. Solo en 1951 Venezuela, como país independiente, como estado nacional, completa, por decirlo de esa manera, una descripción suficiente aunque por supuesto no total de su geografía. Incluso si lo vemos desde una perspectiva más amplia, podemos sorprendernos de que a mitad del siglo XX el corazón geográfico América del Sur permaneciera todavía como una terra ignota.
En 1915, treinta y cinco años antes, el Congreso de la República había legislado sobre la atención de las poblaciones indígenas y delegado en los misioneros su atención mediante la Ley de Misiones, que se reglamentó siete años después, en 1922. Solo unos veinte antes de la expedición venezolano-francesa se había firmado el contrato con la congregación salesiana para la atención del Alto Orinoco en realidad se incluyeron lo que es hoy el municipio Cedeño del estado Bolívar y el actual estado Amazonas). Si bien cuando llegaron los salesianos al curso alto del Orinoco encontraron la presencia de misioneros evangélicos estadounidenses, todavía el estado venezolano carecía de datos exactos y confiables sobre la ubicación de las nacientes del río.
Fijémonos en ese momento de gran trascendencia para la historia de la humanidad. En plena posguerra, en ese mundo bipolar en el que ya se sentía con fuerza la tensión de la Guerra Fría, Venezuela parece comprender la importancia de conocer y resguardar zonas fronterizas y frágiles y a sus no menos vulnerables pobladores. Se decreta entonces, en julio de 1951, que todas las expediciones a zonas habitadas por indígenas deben contar con un permiso especial otorgado por el gobierno. Se pretendía crear y ejercer controles antes inexistentes. No es el momento de evaluar los alcances de esa legislación, pero sé es importante señalar su existencia y condición coetánea con la exploración del Alto Orinoco, lo cual nos hace pensar en una especie de plan con intenciones geopolíticas y geoestratégicas, cuya mejor y más grande expresión será luego el programa infaustamente llamado “Conquista del Sur” que se impulsó entre 1969 y 1974.
Con el arribo de los expedicionarios a las nacientes del Orinoco, se inician o intensifican, según el caso, los estudios hidráulicos, los cálculos sobre la importancia del caudal de los afluentes, el contacto con poblaciones locales, la recolección de muestras de valor científico (tanto mineral, botánico y zoológico ampliamente entendido, como etnográfico, lingüístico y arqueológico), todo ello de un gran importancia para el conocimiento científico del país todavía.
Es importante destacar que, a mediados del siglo XX, se carecía de una visión mínimamente confiable sobre la sociedad yanomami. Aún permanecía en el corazón de la selva Helena Valero[13], una mujer que sería una de las principales divulgadoras de la sociedad yanomami y precursora del enfoque ahora llamada etno-etnografía. Raptada siendo aún adolescente y obligada a vivir en una sociedad con déficit de mujeres, debió casarse en tres oportunidades antes de lograr escaparse. Helena Valero daría cuenta de una sociedad cuya interpretación ha generado diversas y en extremo contradictorias imágenes etnográficas. Todavía, en 1951, se conocía a los yanomamis como guajaribos y guaicas y sus características socioculturales suscitarían un gran interés en la antropología y el indigenismo.
Conmemorar los 70 años de la expedición a las fuentes del Orinoco nos coloca en una perspectiva temporal que nos plantea preguntas e interrogantes desde el presente. Desde esta posición o condición de enunciación, no es irrelevante cuestionarse si en 1951 realmente se descubrieron las fuentes del Orinoco y con ello advino una comprensión de los espacio geosociales orinoquenses o si, en cambio, aún el Orinoco y sus mundos están por “descubrirse”.
El hecho de que en Venezuela se haya subutilizado el término Orinoquia y la tendencia a reducir los alcances y cobertura geográfica del término Guayana tal vez sean indicios de la escasa visibilidad e importancia que se le ha otorgado a las complejas realidades orinoquenses y a sus habitantes.
Ese concepto de Orinoquia, de empleo más común en Colombia, abarca los ecosistemas que encuentran en el río Orinoco una articulación geográfica, ambiental y socioeconómica. Vale la pena que al conmemorar los 70 años de la expedición a las fuentes del Orinoco, como país nos replanteemos la relevancia del río, de la macro región orinoquense, de la importancia de su aprovechamiento sostenible y de las prácticas destructivas, como la minería, que hoy amenazan la continuidad de diversos ecosistemas, la salud e incluso la sobrevivencia y la reproducción cultural y física de muchas de sus poblaciones.
Ojalá, pues, que la celebración del septuagésimo aniversario de esa expedición que divulgó la fuentes del río Orinoco se sume a la preocupación que han generado las prácticas mineras tan destructivas, la deforestación y la ausencia de verdaderos planes de aprovechamiento sostenible en un ambiente en extremo frágil. Ojalá que dicha conmemoración también sirva para repensar el papel que jugó el río Orinoco como eje de un amplísimo sistema interétnico en la Venezuela prehispánica y que ha perdurado parcialmente hasta la actualidad.
Celebrar, pues, estos 70 años es ver de nuevo y con otros ojos y miradas un mundo bio-socio-linguo-diverso. Centrándonos en su cabecera, podemos entender que el Alto Orinoco aún requiere de un verdadero descubrimiento, en el sentido de internalizar la importancia para todo el planeta de la presencia de ese mundo o esos mundos en Venezuela y Suramérica.
Nota: Intervención, por amable invitación de la escritora y académica Milagros Mata Gil, en el foro virtual “70 años de la expedición franco-venezolana que encontró las fuentes del río Orinoco”, organizado por la Editorial Ítaca. Noviembre 27, 2021.
hbiordrcl@gmail.com
[1] Colón, Cristóbal. 1998 [1498]. El tercer viaje. Cumaná: Comisión Regional “Macuro 500 Años” (Cuaderno N° 1).
[2] Raleigh, Walter. 1986. El descubrimiento del grande, rico y bello imperio de Guayana. Caracas: Ediciones Juvenal Herrera.
[3]Gumilla, José. 1963 [1741]. El Orinoco ilustrado y defendido. Caracas: Academia Nacional de la Historia (Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia, Serie Fuentes para la Historia Colonial de Venezuela, 68).
[4] Caulín, Antonio. 1966. Historia de la Nueva Andalucía. 2 vols. Caracas: Academia Nacional de la Historia (Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia, Serie Fuentes para la Historia Colonial de Venezuela, I, 81, II: 82).
[5] Gilij, Felipe Salvador. 1955 [1784]. Ensayo de historia americana o sea historia natural, civil y sacra de los reinos y de las provincias españolas de Tierra Firme en la América Meridional. Estado presente de la Tierra Firme. 1 vol. [correspondiente al cuarto de la edición original de la obra]. Bogotá: Biblioteca de Historia Nacional (87). y Gilij, Felipe Salvador. 1965 [1780-1784]. Ensayo de historia americana o sea historia natural, civil y sacra de los reinos y de las provincias españolas de Tierra Firme en la América Meridional. 3 vols. [correspondientes a los tres primeros de la edición original de la obra]. Caracas: Academia Nacional de la Historia (Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia, Serie Fuentes para la Historia Colonial de Venezuela, I: 71; II: 72; III: 73).
[6] Humboldt, Alejandro de. 1991. Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente. 4 vols. Caracas: Monte Ávila Editores. (2ª ed.).
[7] Michelena y Rojas, Francisco. 1989 [1867]. Exploración oficial… Iquitos: Centro de Estudios Teológicos de la Amazonía (Colección Monumenta Amazónica, Serie C, Agentes Gubernamentales, 1).
[8] El título completo de la obra es Exploración oficial por la primera vez desde el norte de la América del Sur siempre por ríos, entrando por las bocas del Orinoco, de los valles de este mismo y del Meta, Casiquiare, Río-Negro, Guaynía y Amazonas, hasta Nauta en el Alto Marañón o Amazonas, arriba de las bocas del Ucayali. Bajada del Amazonas hasta el Atlántico comprendiendo en ese inmenso espacio los Estados de Venezuela, Guayana inglesa, Nueva-Granada, Brasil, Ecuador, Perú y Bolivia. Viaje a Río de Janeiro desde Belén en el Gran Pará por el Atlántico tocando en las capitales de los principales provincias del imperio en los años, de 1855 1859.
[9] Verne, Julio. 1979. El soberbio Orinoco. Madrid: Publicaciones Selevén, Hyspamérica Ediciones.
[10] Maldonado, Samuel Darío. [1960?] [1ª ed. 1920]. Tierra nuestra (Por el río Caura). S/l: Biblioteca de Autores y Temas Tachirenses (Nº 4).
[11] Gallegos, Rómulo. 2019. Canaima. Caracas. Fundavag Ediciones (Colección Palmat), p. 43.
[12] Cocco, Luis. 1972. Iyewei-teri: quince años entre los yanomamos. Caracas: Escuela Técnica Popular Don Bosco.
[13] Valero, Helena. 1984. Yo soy Napëyoma. Relato de una mujer raptada por los indígenas yanomamɨ. Caracas: Fundación La Salle de Ciencias Naturales (Monografía Nº 35).