OPINIÓN

Serenata de Clara Rodríguez a Bolívar y a María Teresa del Toro

por Jeanette Ortega Carvajal Jeanette Ortega Carvajal

Largos pasillos empedrados, llenos de aroma de hierba fresca y tierra húmeda, se llenaron con pisadas ajenas pertenecientes a personas que nunca, o tal vez en otras épocas, estuvieron allí. El sol resplandecía sobre antiguos corredores coloniales del siglo XVIII, mientras hoy, en el siglo XXI, en el interior de uno de los salones de la Quinta de Anauco, actual sede del Museo de Arte Colonial de Caracas, un piano de cola, solitario y triste, sueña en silencio con las manos de alguien que nuevamente lo toque con pasión y despierte lo más sublime de su alma musical.

Clara Rodríguez, concertista y profesora de piano radicada en Londres desde hace varios años, era la persona que ese antiguo piano esperaba. Ella será quien, sobre sus teclas blancas y negras, deslice sus manos con pasión, intensidad y virtuosismo. Ese día, el día del recital, el público de las pisadas ajenas y los pasillos empedrados, sintieron estremecerse hasta en los confines más recónditos.

En la primera parte del concierto, Clara era solista. De pie, en el fondo, en un rincón oscuro del gran salón, el mayor representante del romanticismo musical, Frédéric Chopin, sonreía con sus 39 años eternos mientras con orgullo y beneplácito escuchaba parte de su obra con el estilo artístico y refinado de Clara. Al concluir, la figura elegante de Chopin se transformó en sombra y se diluyó entre los aplausos. Así le ocurrió a Teresa Carreño quien, de manera etérea pero menos discreta, también participó en el concierto.

Dicen que la cercanía de los espíritus buenos produce sed. Fue Teresa quien obligó a Clara a tomar varios sorbos de agua. Fue entonces, cuando talento y alma se fusionaron. Dos almas. Dos talentos. Dos épocas distintas. Clara sintió cómo sus manos dejaron de pertenecerle y Teresa, a través de Clara, ese día tocó.

Teresa Carreño usó las hábiles manos de Clara Rodríguez para ofrecer al público una interpretación magistral que había sido compuesta por ella y jamás interpretada en Venezuela, su título: “Navegando al atardecer”. No hay duda. Es absolutamente cierto que no era Clara quien tocaba. Era la propia Teresa Carreño quien se apoderó del cuerpo de la concertista y se adueñó de ella.

Al concluir el último acorde de la pieza y tras una breve pausa, satisfecha y feliz, Teresa Carreño, orgullosa, salió del cuerpo de Clara y con delicado estilo se diluyó ante los eufóricos y hechizados aplausos de un público que, ante la magistral interpretación, no pudo evitar ponerse de pie y aplaudir durante minutos que parecieron no tener fin.

Cuando se inició la segunda parte del recital, también, en medio de aplausos (y es que nunca dejaron de sonar), entraron los amigos de Clara, los de este siglo. El maestro Federico Ruiz fue el primero en hacerlo, en cuanto pudo, cubrió la timidez de su enorme talento musical colocando sobre su pecho, muy cerca de su corazón, un hermoso acordeón que con calma lo esperaba en una silla. A este maestro le siguieron dos más, Eduardo Ramírez, quien entró con dos cuatros en la mano y quien toca con la rapidez del Halcón Peregrino y Miguel Delgado Estévez, músico brillante, orondo de orgullo con su inseparable guitarra que ya parece una extensión de su cuerpo.

“Les presento a la banda”, dijo con gran simpatía Clara Rodríguez, arrancando esta vez no sólo aplausos del público sino también sus risas. Fue así como se inició la parte final del concierto. Y, fue así como las antiguas paredes de la Quinta de Anauco, se impregnaron con interpretaciones maravillosas de músicos extraordinarios. Obras compuestas por maestros de la talla de Adrián Suárez, Evencio Castellanos, Luisa Elena Paesano, Henry Martínez, Aldemaro Romero, Renato Aguirre y Federico Ruiz, este último conmovió a más de uno con un vals que le compuso a su madre y que tituló: “Tu presencia”. Esa mañana, en la Quinta de Anauco, Dios se deleitó y la madre de Federico Ruiz, desde el cielo, le regaló a su hijo la más dulce de sus sonrisas.

Dicen algunos que, en las noches, después de ese concierto, por increíble que parezca y aunque de épocas distintas se trate, el Libertador Simón Bolívar, elegantemente vestido y visiblemente feliz, baila enamorado en medio de un sueño eterno con su amada y joven esposa María Teresa del Toro. Aldemaro Romero toca para ellos un vals, su “Quinta Anauco” en la Quinta de Anauco mientras, Teresa Carreño, apoyada sobre el piano, observa el amor eterno de esta sufrida pareja mientras coquetea con el pianista creador de Onda Nueva. Por eso ya el piano de cola no se sentirá nunca más triste ni solitario y es que, la música, es la forma más sublime del amor eterno.

@jortegac15