Serenade constituye un paradigma estético de la danza escénica por más de un motivo. La fundamental obra de George Balanchine inició su camino creativo, hecho que determinó el establecimiento del ballet neoclásico como estilo alternativo. Fue el primer proyecto emprendido por el bailarín ruso en su nuevo ámbito personal y profesional, que lo llevaría a la fama.
Circunstancias siempre ligadas a azar rodearon el establecimiento de Balanchine en Nueva York y su inserción en el medio escénico de la metrópolis norteamericana. También el origen de Serenade es coyuntural y se relaciona con una actividad estrictamente académica que adelantaba con sus alumnos en la recién establecida School of American Ballet, a mediados de los años treinta del siglo pasado.
El número de estudiantes con los que contó, en su inmensa mayoría mujeres, así comolos accidentes escolares, las inasistencias, las impuntualidades, al igual que las deserciones al curso, terminaron por constituir el punto de partida y la configuración original de una de las obras más valoradas de la danza occidental y emblema del ideal coreográfico de su autor, sintetizado en la musicalidad y plasticidad de movimientos.
Un claro pragmatismo se vio reflejado en los primeros bocetos de Serenade hasta alcanzar su concepción definitiva de ballet abstracto, estructurado en cuatro partes o movimientos sobre la Serenata para Instrumentos de Arco en do mayor op. 48, de P.I. Tchaikovsky, que conoció la escena el 6 de diciembre de 1934 en el Avery Memorial Theatre, de Hartford, Connecticut, interpretada por la joven compañía de la School of American Ballet, fundada por Balanchine, desde donde impulsó su visión modernizadora de la danza académica y que ratificó su peso específico el 1 de marzo de 1935 en el Adelphi Theatre, emblemático espacio neoyorkino, durante la temporada inaugural del American Ballet.
En Serenade, Balanchine desarrolló y personalizó de manera notable el sentido abstracto en la danza desde la esencial estética del romanticismo, incluido el vestido de tul largo de la bailarina, orientación que ya había tenido un precedente significativo en Las sílfides (1909, Fokine-Chopin), estrenada en París por los Ballets Rusos de Diaghilev y uno aún más remoto en el Pas de quatre (1845, Perrot-Pugni), que significó el histórico encuentro en Londres de cuatro de las más célebres divas del romanticismo: Marie Taglioni, Carlota Grisi, Lucile Graham y Fanny Cerrito.
Serenade tiene algunos puntos de encuentro en el ballet venezolano, algunos anecdóticos, otros de trascendencia artística. En tiempo de la primera estancia de Vicente Nebreda en Nueva York y de su reencuentro con su compañero de la infancia Isaac Chocrón, un recuerdo de este último vincula al incipiente coreógrafo con la obra referencial de Balanchine: “Una noche vimos en el City Center por primera vez Serenade. Vicente quedó impactado y aseguró que algún día haría un ballet igual o superior a ese. Años más tarde cumpliría su promesa con Nuestros valses, coreografía que ha recorrido el mundo en muchos de sus escenarios”.
Hacia finales de los años ochenta, el Ballet Teresa Carreño, bajo la dirección artística de Vicente Nebreda, incorporó a su repertorio Serenade, como parte de un programa especialmente dedicado al creador ruso-norteamericano, que representó un paso definitivo en el desarrollo artístico del elenco de ese momento. Las bailarinas Marianela Machado, María Alejandra Tosta y Marcela Figueroa, junto a un cuerpo de ballet altamente integrado y reconocido en el espíritu del más puro neoclásico, registraron páginas determinantes para el ballet venezolano.
Serenade ofreció un nuevo y gratificante espíritu, el de la bailarina Balanchine, el mismo que orientaría al fundamental coreógrafo por caminos experimentales, visionarios y también profundamente devotos de la tradición.