El anuncio de las primarias por parte de los factores democráticos para el 22 de octubre de este año vuelve a presentar el dilema de la conveniencia de participar con un candidato unitario en la próxima elección presidencial para enfrentar a Nicolás Maduro, quien ha ejercido el poder de manera autoritaria desde 2013 y no cuenta con la legitimidad de origen después de los comicios de 2018.
La participación de María Corina Machado en las primarias opositoras genera esperanza –lidera las primeras encuestas por su coherencia– en los venezolanos que rechazan al régimen de Maduro y las condiciones de miseria en las cuales viven actualmente. Su propuesta para sacar de la pobreza a los sectores populares y derrocar la dictadura deberían permitir una mayor identificación con su candidatura, pues las ideas y la sociología son determinantes en una elección. Además, hoy, el voto es más emocional que racional por la influencia que ejercen las redes sociales en la era de la posverdad.
Un ejemplo reciente fue la elección presidencial en Brasil. El voto por Lula resultó mayoritariamente de los sectores populares y afrodescendientes –arrasó en el noreste del país–. Mientras que el de Bolsonaro vino de la población mayoritariamente blanca que vive en el sur y de la clase media. La ideología no fue determinante en el resultado final. La identificación de Lula como “el padre de los pobres” –la pobreza tiene color en Brasil– fue clave para obtener su tercer mandato, a pesar de haber sido condenado por corrupción pasiva y lavado de dinero.
Por otro lado, John Magdaleno propone en un video divulgado por las redes que “la participación electoral con otros elementos puede abrir la compuerta del cambio”. Para esto la mayoría de los venezolanos –cansados del madurismo– debe: involucrarse en el cambio político a través de los partidos, movimientos, sindicatos y ONG; expresarse, es decir, una voluntad colectiva de lucha; organizarse, articularse y coordinarse estratégicamente entre los más diversos sectores sociales –espíritu de cooperación y colaboración mutua, incluidos los dirigentes– para articular la movilización social; salir a votar masivamente; estar dispuesto a defender su voto, con testigos y miembros de mesa y movilizándose de forma estructurada no violenta; y, por último, contar con una operación política que le reduzca los costos de salida a los factores de poder que respaldan al régimen de Maduro hasta un punto determinado.
En el caso de Maduro, el triunfo en una elección presidencial “libre, justa y competitiva” representa recuperar la legitimidad de origen para conectarse con los casi 60 gobiernos democráticos que los desconocieron en 2018. Es el fin de las sanciones económicas estadounidenses. Vuelve a tener relaciones bilaterales con Estados Unidos, los países de la Unión Europea, Japón, Australia, Reino Unido y acceso a la banca internacional con las limitaciones que representa –pago de la deuda externa–.
Su proyecto político, “pacto de élites”, tendría viabilidad porque coexistiría el autoritarismo competitivo con las organizaciones criminales, al mejor estilo del gobierno mexicano de López Obrador.
Dentro de este escenario de una elección cuasi libre, justa y competitiva, Maduro buscará escoger el candidato opositor, dividiendo a las fuerzas democráticas. Asimismo, reforzará la narrativa a través de las redes sociales de que las sanciones estadounidenses son las responsables de la crisis socioeconómica que afecta a 80% de los venezolanos, manipulando la información. Usará a sus aliados internos, las organizaciones criminales, para asegurar la votación a su favor en las áreas bajo su control. La ingeniería electoral continuará construyendo los mecanismos para desmotivar el sufragio. Aislará el voto de los venezolanos en el extranjero porque los 4.500.000 electores que integran la diáspora es indudable que ejercerán ese derecho en su contra y eso representaría una segura derrota del PSUV.
Las condiciones objetivas de la elección presidencial en 2024 muestran que la mayoría de la opinión pública venezolana se concentra en el eje positivo de la democracia y el libre mercado, según la Ventana de Overton elaborada por David Moran. La ventana “se ha desplazado notablemente en tres oportunidades: 2003 al 2011 –cuando se dieron las victorias de Chávez–, del 2011 al 2019 –triunfo de Henrique Capriles Radonski en 2013 y la elección parlamentaria de 2015– y del 2019 a la fecha”.
Por supuesto que la elección presidencial también estará influenciada por factores externos como el resultado de la guerra Ucrania-Rusia.
Si Putin gana la guerra, el mundo tal como lo conocemos desaparecerá. Los aliados occidentales abandonarán a Estados Unidos. Junto con Rusia, Irán, China y todos los déspotas, con el deseo de rediseñar el orden mundial, se unirán contra Washington, todos a la vez.
En ese escenario a Maduro le importará poco no tener legitimidad de origen. Si ocurre lo contrario, que Occidente gana la guerra, Maduro tratará de alinearse con los países del eje democrático. Y, por lo tanto, negociar una salida si pierde la elección presidencial.
Si todos los factores contra el madurismo se alinean en la elección de 2024, veremos el fin del régimen. Si sucede lo contrario, si se dividen y los electores no salen a votar masivamente, el escogido por Cuba seguirá en el poder y Venezuela por el camino de la debacle que ha significado la era de Superbigote.
Hoy la probabilidad más alta está del lado de su salida.
Amanecerá y veremos.
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