Solo el hombre enfermo se obsede por sí mismo, dice Lucien Goldman. Con eso quiere indicar que son las sociedades traumatizadas, incapaces de alcanzar una cierta plenitud, de sintonía con su tiempo, las que se preguntan ansiosamente por su identidad, por su ser. Los ingleses del siglo XVIII hacían negocios; los franceses, la revolución libertaria; y los alemanes, atrapados en su atraso y dispersión, inermes históricamente, filosofaban, indagaban sobre cómo es y cómo debe ser la naturaleza humana. La estupenda comparación es de Marx. Pero se pueden multiplicar los ejemplos. La España de comienzos del siglo pasado, caído su imperio, suburbio triste de Europa, no cesa de escudriñar esa condición nacional que hace que se llegue hasta decir o maldecir como Cernuda: “Son españoles los que no pueden ser otra cosa”, o aquellos repetidos versos de Machado: “Castilla miserable, ayer dominadora, envuelta en sus andrajos, desprecia cuanto ignora”. Y América Latina, desde sus inicios republicanos, ha hecho un tema recurrente y prioritario el intentar develar el secreto de su destino. Con optimismo en algún momento, casi siempre avocada a saber de nuestras incapacidades para advenir al progreso estable, a una cierta madurez razonable, como los países del norte. Esa búsqueda de la identidad ha dado lugar a todo tipo de desvaríos, de nacionalismos baratos y fascistoides, pero es legítima cuando trata de encontrar lo propio de un momento de la historia, siempre en devenir y condicionado por sus circunstancias. De la mala manera de plantear este asunto venimos, Chávez cargando los huesos del Libertador e inventando una religión patriotera, ridícula y destemplada como pocas. Siempre hay que construir y reconstruir la sana manera de diagnosticar nuestro ser en el reloj de la historia. Pero hasta aquí el prólogo.
Estamos enfermos, gravemente. Estos veinte años de barbarie han movido el piso de las pocas certidumbres que nos acompañaron algún tiempo, por decir una fecha, del 36 en adelante, nacimiento de nuestra modernidad, que decía Picón Salas. ¿Qué es ser venezolano hoy, a mitad del año 2019? Creo que tenderíamos a responder, salvo los políticos por la naturaleza de su oficio, utilizando adjetivos muy negativos. Ya ni siquiera somos los pedantes hijos del petróleo, los ta’ barato de hace unas décadas; ahora todo está caro, todo. Hemos padecido tanto, mierda el último apagón y mierda el que vendrá, sin encontrar manera de responder. Millones se han ido para intentar ser otra cosa. La pandilla que nos gobierna puede torturar y matar en público; ha robado como nadie en la inacabable historia de la corrupción continental; su producción de burdas mentiras, la del apagón otra vez, no tiene límites; su ignorancia es sin medida y han destruido la idea misma de institucionalidad cívica. Acabaron o dañaron todos los mecanismos que hacen un país, desde la camionetica para ir al trabajo hasta el nombre mismo de la república. Sobrevivientes podría ser un buen nombre para los que vamos quedando. Sí, ser sobrevivientes me parece bien. Y con ello no quiero negar, querido Armando Rojas Guardia, que tengamos un pasado con páginas memorables, como tú insistes, y eso que fue de alguna manera nos acompaña y nos ayuda. Mucho menos negar que no pocos hayan luchado y lo siguen haciendo por liberarnos del despotismo que ha durado tanto y demolido tanto. Pero el desierto está ahí, con todos sus apagones, y somos sus moradores, los verdugos y las víctimas. Andamos en una inimaginable balsa de la medusa en medio del oleaje y la incertidumbre, ante los ojos consternados del mundo, los ojos claros y los oscuros.
También sabemos que esto no comenzó en 1998 y que hay que revisar muy atrás las causas que engendraron esta monstruosidad que habitamos. Sí, hay la posibilidad de un futuro en que los sobrevivientes puedan vivir realmente, pero hay que construirlo. Y ello pasa por la conciencia de donde hemos llegado, la última paila, y por qué hemos llegado. Y que por delante hay una ciclópea tarea, larga, muy larga de la cual me gustaría ver al menos su hora primera, la aurora de luminosos dedos.