La pandemia del COVID-19 es una de las crisis sanitarias más importantes de la historia moderna. Es la primera crisis del siglo XXI que realmente afecta a toda la humanidad y está produciendo la mayor recesión económica en la historia de Latinoamérica.
En Venezuela, la progresión de la epidemia ha sido, hasta la fecha, más lenta en comparación con otras naciones latinoamericanas, pero el incremento progresivo de casos supone un peligro inminente para nuestros hospitales. No sabemos a ciencia cierta al final que magnitud tendrá, pero es casi inevitable pensar que podríamos hacer frente a una situación abrumadora similar.
En medio de la pandemia que azota al planeta, el personal que trabaja en el área de la salud es considerado la vanguardia en la lucha contra el virus, recibiendo un agradecimiento generalizado. Pudimos apreciar imágenes de comunidades aplaudiendo y reconociendo la labor de los médicos, enfermeros y paramédicos en todo el mundo y expresando que “los médicos son los verdaderos héroes y heroínas de esta pandemia”, aunque en realidad este grupo de héroes lo conforman todos aquellos que se han arriesgado peleando contra el virus.
Al momento de obtener su título profesional, los médicos juramos en conformidad con el famoso documento de la ciencia médica llamado “juramento hipocrático”. En él, se hace énfasis en defender la vida de los pacientes a toda costa, a menudo en voz alta: «De una manera pura y santa, protegeré mi vida y mi arte y ciencia», «Si observo con fidelidad este juramento, séame recoger los frutos de mi arte y ser honrado entre todos los seres humanos, si lo quebranto y soy perjuro, caiga sobre mí la suerte contraria”.
Cualquiera que haya escogido esta carrera sabe muy bien que exige dedicación, estudio constante e importantes sacrificios personales. Para hacer justicia, los administradores del sistema de salud pública deben proporcionar los mejores escenarios para que los médicos y otras profesiones sanitarias hagan bien su trabajo, que no es sino prevenir, curar y paliar la enfermedad, atendiendo a los ciudadanos en las mejores condiciones de eficiencia y dignidad personal.
Ahora un minúsculo virus lo ha puesto todo patas arriba. El miedo en pandemia esta vez se percibe de una manera que no se había visto antes y podría ser más contagioso que el propio virus; miedo a infectarse, miedo a ser los responsables de transmitir la enfermedad a familiares y amigos, miedo al estigma y a la discriminación por su profesión. Muchos han dejado pareja, padres, hermanos, para vivir solos y evitar cualquier contacto con ellos. La aparición del “síndrome del trabajador quemado en el trabajo” (burnout) es inevitable. La epidemia atrae la tormenta perfecta de ansiedad, depresión e insomnio, por lo que los expertos vislumbran, que el coletazo de estrés postraumático será “la próxima ola de la pandemia”. Los galenos y enfermeras en varios hospitales están exhaustos y al límite de sus capacidades.
Aparte del trabajo clínico, a los médicos se les exige una constante actualización sobre los resultados de los ensayos científicos de los nuevos tratamientos antivirales, sin haber transcurrido suficiente tiempo para validar su utilidad, aunque en la mayoría de los pacientes, el tratamiento consiste parafraseando a Voltaire, en “entretener al paciente mientras la naturaleza cura la enfermedad”.
Como nunca antes en nuestra historia moderna, los sanitarios están pasando la prueba más dura de su carrera. Los pacientes mueren solos en las salas de cuidados intensivos y los hemos visto despedirse de sus seres queridos por medio de videollamadas. Los hospitales saturados se convierten en “Hospitales Covid”, dejando poco espacio para la atención de las emergencias usuales que normalmente fluyen en todo centro de salud. El personal que se ha enfermado está obligado a guardar la cuarentena, disminuyendo la nómina del hospital. Desafortunadamente en los sitios que han desarrollado un trabajo intenso, los colegas han visto morir a sus compañeros de labores.
Doctores de otras especialidades están siendo llamados a trabajar en la crisis, “todos nos inscribimos en esta carrera” comentan en forma solidaria. Algunos se sienten reclutados y aterrorizados de que les toque que intubar a un paciente o controlar los ventiladores. Incluso, los estudiantes de medicina han sido convocados a ocupar el lugar de los graduados antes de lo previsto. Si los trabajadores de la salud se enferman, esto constituye un elemento desestabilizador en la plantilla de la institución, por su obligada ausencia durante su enfermedad.
Los años en la universidad nos recuerdan el deber de dejar a un lado todo lo que entorpezca nuestra labor en pro de la gente que nos busca. Observamos una falta de insumos médicos y equipos de protección personal en los centros de atención, un relativo bajo número de pruebas diagnósticas y una disponibilidad de camas y respiradores mecánicos insuficientes para asumir el reto. Es una obligación ética estricta de todo profesional salir a defender sus derechos y los de los pacientes activamente.
El coronavirus pondrá a prueba la capacidad del sistema de salud, para hacerse cargo de la creciente demanda que le impondrá la pandemia. Lo que más preocupa es que los hospitales no puedan asumir a todas las personas afectadas por la pandemia.
Las batallas sanitarias se libran contra la enfermedad y el sufrimiento: todos estamos en el mismo bando, que es el de los pacientes. La crisis debe convertirse en una oportunidad, pero no para politizar el virus. Este se aprovecha de nuestras diferencias y es por eso que es imperativo lograr una unidad nacional en los temas de la salud.
Lo dijo el secretario general de la ONU, António Guterres: «Un mundo libre de COVID-19 requiere del esfuerzo de salud pública más masivo en la historia mundial».
La COVID-19 nos recuerda que los 8.000 millones de humanos viajamos en el mismo barco. Ningún país puede luchar contra la pandemia por sí solo. Debido a la interconectividad del mundo moderno, nadie estará totalmente a salvo hasta que todos lo estén.
@santiagobacci