Son muchos los venezolanos que carecen de padre. Cuando se tiene es mejor, a veces, no haberlo tenido o tratamos de no conocerlo porque generalmente son seres intratables e insoportables; creen ser poderosos, dueños de una verdad incontestable que abruma desgraciadamente a los hijos. El mío resultó ser como el pirata de pata de palo y parche en el ojo que azotaba el mar Caribe y encontraba refugio en las tabernas de La Tortuga: se le atravesó a una chica culta y atractiva que recitaba sus oraciones en francés porque estudió en el San José de Tarbes. Devoraba las novelas de Zola, el Rojo y Negro de Stendhal, Madame Bovary, Shakespeare y novelistas de otras literaturas. ¡Era mi madre! La descuartizó, le sembró siete hijos y dilapidó la fortuna que alcanzó a tener por ser nieta de un general. ¡Resultó ser un aventurero!
Murió muy anciano en la clínica de uno de mis hermanos. Presenciamos su muerte el médico, un hijo suyo adolescente, otro hermano mío y yo. Al morir el viejo, mi hermano comentó que no sentía ninguna pena o dolor, ningún sentimiento o lágrimas y nuestro hermano médico dijo: «¡Él se murió para mí cuando yo tenía doce años! Soy médico y tenía que atenderlo, pero él ya se había muerto hacía mucho tiempo!».
Mi hermano mayor acostumbraba invitar a la familia a almorzar en su casa. Él y mi papá presidían la mesa. Hacía calor en aquel mediodía y el viejo se avergonzó cuando equivocadamente sacó del bolsillo trasero de su pantalón una pantaletica rosada de niñita creyendo que era un pañuelo para secarse el sudor.
En el barrio, la mujer marginal creyéndose astuta tiene el hijo del hombre transitorio que vive en el rancho en la seguridad de que así lo atrapará y permanecerá a su lado, pero fracasa con estrépito porque el hombre se aleja, tiene otra mujer y otro hijo en rancho ajeno y la mujer se compromete con un nuevo hombre de paso que le dejará otro hijo sin padre.
En Samarkanda, en medio del grupo de latinoamericanos invitados al festival de cine, mostré a mi joven intérprete las fotos de Stalin en blanco y negro, pero con las condecoraciones a color que había comprado en el mercado de Tashken y le pregunté: ¿Hice bien en comprar estas fotos? Sin vacilar, el intérprete respondió: «¡Por supuesto! ¡Héroe invencible!» Y se remontó a su historia: Tamerlan, Gengis Kan, Stalin. «¡Ganó la batalla contra el fascismo!». Entendí que no hablaba él. Hablaba el padre o el abuelo de la misma manera que en la Caracas de mi adolescencia era frecuente escuchar que era urgente y necesaria la presencia de la mano dura de Juan Vicente Gómez o de cualquier otro adalid de nuestra historia.
Muchos, como yo, nunca llegaron a conocer a los abuelos. Mi árbol genealógico carece de copa o fronda lo que determinó que a lo largo de mi adolescencia miraba aquí y allá y buscaba un padre o un abuelo, pero quien aparecía era Juan Vicente Gómez; un asco, porque el despótico andino taciturno sostenía que hombre que amanece con mujer se le debilita el carácter y se la pasaba levantando mujeres. ¡El «héroe» de La Mulera no habría sido jamás santo de mi parroquia! Tampoco puse en duda o en entredicho la anécdota que se le atribuye a Simón Bolívar cuando en medio de una furiosa batalla fueron a decirle que saliera de la hamaca y dejara quieta a la mujer que estaba con él porque, «General, ¡nos están dando palo!»
¡Me refiero a Bolívar! No solo es nuestro padre sino el padre de la patria, pero si continúa encaramado en un caballo, inventando a Bolivia, mandando a fusilar a todo español o canario así fuesen inocentes, dictando tres proclamas al mismo tiempo y acostándose con las chicas que va encontrando a su paso, se le hará difícil ser padre responsable. Él y Juan Vicente eran braguetas locas víctimas de una inagotable y rara energía sexual distinta a la de un amigo mío de la juventud que visitaba con frecuencia un burdel de Catia porque se entretenía allí con una prostituta «casi virgen».
Salvador Garmendia hablaba de un poeta barquisimetano de apellido Castellano (que no es, decía Salvador, ni lo uno ni lo otro, es decir, que no era ni poeta ni castellano) autor de un largo y tedioso poema titulado «Bolívar debió tener un hijo» y todo Barquisimeto, justamente, gritaba que quien no ha debido tener un hijo es el padre del poeta Castellano.
Sin embargo, hay padres cuya muerte nos produce alegría y mucho afecto. La muerte del padre de Jorge Manrique (1440-1479), por ejemplo, es una de ellas porque el hijo, poeta prerrenacentista, escribió unas coplas a la muerte de su padre y descubrió que nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es el morir. El verso se hizo tan famoso que todavía hoy se menciona con filosófica veneración y provoca decirle al poeta medieval: ¡Manrique, no escriba más porque ese verso suyo que glorifica la vida, los ríos y el mar es suficiente poesía para que usted se instale por derecho propio en la literatura de todos los tiempos!; pero déjeme decirle, Jorge, que esos ríos siguen siendo los mismos que arrastran mi vida mientras permanezco desolado y en asfixia convertido en hijo bastardo del padre de mi patria.
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