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Ser focos de esperanza

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El comienzo de algo está impregnado de la ilusión ante la novedad y aunque los tiempos sean inciertos, ser un foco de esperanza en este nuevo año significa creer y transmitir que las circunstancias fuerzan siempre a buscar las vías para solucionar los problemas. Tenemos la oportunidad de empezar otra vez, con ánimos renovados, y una esperanza más profunda: más asentada en sus bases, tal vez.

Más que depender de lo que suceda fuera, por más difícil que sea, la verdadera esperanza brota de un corazón que sabe descubrir la bondad oculta en las cosas. Sin esta apertura a la vida, que es también receptividad, no es posible que haya esperanza. Podríamos fomentar el deseo de que algo cambie y se adapte a nuestras medidas, con un terco voluntarismo que nos haga sentir fuertes, pero de una actitud que no es capaz de reconocer lo bueno en otros no nacería ninguna expectativa profunda de la vida. La luz llega cuando merma la oscuridad en nosotros y solo así, desde un corazón abierto a lo que nos trasciende, seremos capaces de ver el camino.

No es nada poético eso de aprender a ver lo bueno en las circunstancias y en las personas que nos rodean. Lo que digo no son solo palabras. Reconocer lo digno de aprecio en otros exige un esfuerzo grande de nuestra parte, sobre todo cuando el ambiente de deterioro lo ensombrece. Lo que intento decir es que en el fondo de todas las cosas subyace una bondad primigenia que no puede ser destruida por tanta maldad patente, pues el mal, en el fondo, es ausencia de bien: es algo en sí mismo bueno deteriorado.

Aunque luzca muy filosófico y profundo, vale la pena considerar un principio que centra con más fuerza que todos los daños juntos: el no ser, es decir, la nada, no puede ser causa del ser. Ciertamente uno es libre de pensar que la nada antecede al ser y sigue también a esta vida, pero en mi lógica no entra la posibilidad de aceptar que la condición del ser sea la nada. El simple hecho de ser es ya una razón más que suficiente para afirmar la vida antes que la muerte. Por eso la esperanza se funda en un brote de vida que es real, muy a pesar de lo penosas que puedan ser las circunstancias.

La verdad es que ante lo que nos sucede no hay muchas posibilidades de reaccionar: o nos entristecemos ante el dolor y tiramos la toalla (huimos de nosotros mismos) o hacemos un esfuerzo por reconocer ese foco de bondad que hay en toda persona y suceso. Pienso que el impulso de vida brota de esta segunda posibilidad, pues frenarse ante lo defectuoso y errático de las circunstancias acabaría por cerrarnos al futuro, para sumirnos en la tristeza.

No es poca cosa apreciar lo bueno en las personas que conocemos. Nadie duda que a todos nos sobran defectos, pero apoyarse en las virtudes de los demás y en las que reconocemos en nosotros; poner de relieve lo bueno que hacen otros; alegrarse con sus éxitos y dar gracias por los pequeños o grandes esfuerzos que hacen por el bien de tantos, nos ayudaría a tomar conciencia de que la regeneración de una nación debe fundarse en todo pequeño germen de vida. Ninguna comunidad se reconstruye, además, desde la soledad; por eso urge estimular todo talento en potencia, todo intento de superación, por tenue que parezca, pues basta que nazca en un alma para que tras un primer estímulo brote un mayor ímpetu.

Pienso que los visionarios saben descubrir el talento que brilla tras el desorden que tal vez lo entenebrece. Esos tímidos signos de bondad que están como reprimidos en toda persona podrían muy bien ser las estrellas que iluminen una noche oscura, si nos disponemos a reconocer su luz. El país necesita de un discurso que ilusione; que toque las fibras más sensibles de las personas y provoque en ellas el deseo de dar lo mejor de sí, estimulando a otros con sus vidas. Todo pequeño esfuerzo por validar las virtudes en otros se convertirán a la larga en puntos de apoyo en una lucha que sin duda es ardua y desafiante. Lo cierto es que desde la tristeza y la rabia no puede sino generarse conflictividad y destrucción.

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