A veces recuerdo los días de mi juventud en que me fui a estudiar en París. Lo que quiero subrayar de ese evento tan desconcertante y luminoso para un joven venezolano de 18 años era la sensación de haber llegado a “otro mundo”, a lo mejor en mi caso a la “reine du monde” que decía César Vallejo. Intento decir que que no todo el planeta nos parecía triste. Había Guerra Fría, sí, pero permaneció fría. Teníamos voluntad para cambiar las cosas sucias que nos rodeaban, el coloniaje, Vietnam, la discriminación racial…
En las largas décadas que han pasado de aquello a esto el mundo se ha hecho chiquito, globalizado, sin otra monarquía que no sea el dinero, y a decir verdad, bastante inhóspito. Alguien podría decir que es la visión invernal de un anciano y en buena medida debe tener razón. Pero a lo mejor el abismo cercano puede atizar la razón.
Las tragedias fácticas del momento las conoce ya casi toda la especie, la inmensa potencia mediática del momento escudriña todo y se cuela en todos. Vemos el grotesco de la incesante masacre de un pueblo, en Gaza. O el horror de la guerra de Ucrania. O de las menos visibles grandes tragedias humanas de Sudán, Yemen o Haití, etc. El crecimiento del fascismo en Europa, todo puede volver, hasta el infierno. Los millones y millones de migrantes desesperados crecen cada día. O nos aterramos del apocalipsis que comienza a manifestarse crecientemente en el cambio climático. Y sin ir más lejos existimos en los efluvios asquerosos de la tiranía en Venezuela desde hace un cuarto de siglo. Todo eso está cada día, en los hogares, en la pantalla de nuestro flamante televisor, tan casero, tan telenovelesco… tan vulgar, tan obtuso en este país desde siempre. Y solo para hablar de lo sombrío que goza del rating requerido.
Yo no sé ni sabré si saldremos airosos de esta oscura tarde de los hombres. Yo no sé ni siquiera si mi país y mis hijos respirarán mejor alguna vez. Extrañamente, misteriosa naturaleza humana, eso me preocupa a pesar de que yo no estaré, no me enteraré.
Pero oigo voces lúcidas por todos lados que coinciden con esta restauración del pesimismo y hasta apocalípticas. El optimismo barato solo lo vende la publicidad, celestina del consumo, el último de los dioses que se adoran.
Tan solo la realidad, el misterio de ser, sigue y seguirá ahí, alucinante e incomprensible. Quizás sea la permanencia del asombro y el desasosiego; la náusea y la muda iluminación. El ser en el mundo.