En la república de Costaguana fue hecho, hacia 1939, el hallazgo de una carta ológrafa de Simón Bolívar que hasta aquel momento no figuraba en ninguna de las recopilaciones acreditadas por los historiadores.
Me apresuro a impartir que según el DRAE, “ológrafo” quiere decir “escrito de mano del autor”. Es sabido que el Libertador, acaso por un resabio de emulación bonapartista, podía dictar varias cartas a la vez y a distintos amanuenses.
De ahí el valor que los biógrafos e historiadores atribuyen a las cartas ológrafas: el autor no ha querido compartir sus secretos con los pinches secretarios; solo el destinatario y él sabrán de qué va la vaina.
Ignoramos aún a quién estaba dirigida la comunicación a que me refiero pero el autor del hallazgo—don José Avellanos, prócer civil costaguanés del siglo XIX, historiador él mismo —se dio cuenta inmediatamente de que Bolívar se dirigía a alguien de máxima confianza a quien contaba, round por round y golpe por golpe, la conversación que sostuvo en Guayaquil con el general argentino José de San Martín, llamado “Protector del Perú”. Un escrupuloso análisis grafológico no dejaba lugar a dudas: era la letra del caraqueño.
Entre los misterios menores de nuestra historia se halla éste de la entrevista que en Guayaquil sostuvieron los dos forjadores de nuestras independencias a quienes se atribuye una homérica rivalidad. No hubo testigos, ningún O’Leary, ningún Briceño Méndez, ningún Diego Ibarra estuvieron presentes. ¿Qué se habrán dicho?
¿ Se ciñeron quizá a una estricta cortesía para discrepar sobre el futuro de las naciones hispanoamericanas? ¿ O, más bien, como insinúan sin mayor fundamento algunos autores de la panda patriotera, se “carajearon” y se mandaron mutuamente al carajo?
Imposible saberlo porque ni San Martín ni el caraqueño se avinieron jamás a contar nada de la entrevista. A su manera, el encuentro excita aún tanta curiosidad como el episodio del puñetazo que don Mario Vargas Llosa propinó al barranquillero “deicida” de Macondo durante el estreno de un film en Ciudad de México. Pero esa meritoria trompada y sus motivos pertenecen a la historia del boom latinoamericano. De ahí la importancia de la carta reportada por don José Avellanos. En otro plano de la cuestión está la pregunta que interesa a esta crónica: ¿dónde está Costaguana?
«Costaguana —nos informa Malcolm Deas, desaparecido historiador inglés, naturalizado colombiano, estudioso de nuestras naciones— es sin duda una república heredera de la Gran Colombia. Jorge Luis Borges confirma este hecho en su cuento Guayaquil, en el que hace el país mismo país imaginario del ilustre novelista polaco-inglés Joseph Conrad, y hace este sutil homenaje a otro gran maestro del lenguaje: “Acaso no se pueda hablar de aquella república del Caribe sin reflejar, siquiera de lejos, el estilo monumental de su historiador más famoso, el capitán Joseph Korseniowski”. Borges reconoce la esencial naturaleza caribeña de Tierra Firme, del país imaginado, y no se deja engañar por otros elementos más accidentales de la novela».
Korseniowski era originalmente polaco. Cuando se hizo súbdito de la Reina Victoria, moldeó su apellido en el idioma inglés, lengua que aprendió de adulto y la aprendió tan bien que su nombre es, desde fines del siglo antepasado, una de las cimas de la literatura británica. Korseniowski se convirtió en Conrad.
Postular una nación imaginaria y situar en ella la trama de una ficción inolvidable no es cosa fácil. Joseph Conrad, cuya muerte, acaecida hace 100 años, se conmemora por estos días, lo logró soberbiamente al escribir Nostromo, novela publicada por vez primera en 1904 .
Nostromo narra tres lustros de una incipiente, ficticia república sudamericana: Costaguana. Con ella, Conrad se convirtió en autor del intento imaginativo más profundo que existe en la literatura inglesa —y quizá universal— por comprender un ambiente latinoamericano.
Además de ser tal vez la novela más ambiciosa de Conrad, Nostromo se revela como un logro en extremo admirable cuando advertimos que su autor no vivió jamás en ningún país del Caribe o la América del sur. Sin embargo, no ha sido difícil para los críticos rastrear los muchos libros que leyó Conrad para dar forma a su palpitante y verosímil República de Costaguana.
Uno de ellos, escrito por Sir Edward Eastwick, enviado especial británico, enjuició acremente la intrincada política doméstica de Venezuela en la década de 1860. La geografía de Costaguana, imaginada por Conrad, resulta inequívocamente venezolana y colombiana, si bien, mucho después de la publicación de Nostromo en 1904, Conrad afirmó categóricamente que con Costaguana quiso nombrar cualquier nación sudamericana.
Dos siglos después de haberse separado del imperio español, ninguna de nuestras Costaguanas ha alcanzado la categoría de país desarrollado. La diferencia entre los niveles de vida de la región y la de los países desarrollados no ha hecho más que ensancharse desde comienzos del siglo XIX.
A partir de los años cincuenta del siglo pasado, diversas teorías sobre la dependencia económica atribuyen aún al carácter periférico de Costaguana su atraso económico, sus desigualdades y su déficit de bienestar social. El uruguayo Eduardo Galeano fue el rapsoda de esta visión de “venas a abiertas “ tan apreciada por nuestros populismos. Su más elocuente contraejemplo son los Estados Unidos, país “periférico” a comienzos del siglo XIX cuya productividad alcanzó a la de Reino Unido a finales del mismo siglo, gracias a una revolución agroindustrial y financiera basada en la tecnología y la inversión.
Costaguana no puede hoy hallar excusa ni consuelo en la teoría de la dependencia puesta en boga después de la Segunda Guerra Mundial. Libre desde 1830 del régimen colonial, la brecha entre Costaguana y los Estados Unidos (y el resto del mundo desarrollado) no parece ser, a la luz de lo que hoy saben los historiadores económicos, sólo el resultado del imperialista siglo XX.
La evidencia estadística destaca niveles de ingreso per cápita en Costaguana que apoyan la idea de que su posición relativa respecto a los Estados Unidos no empeoró (aunque tampoco mejoró) durante todo el siglo pasado.
Dos siglos después de que los primeros movimientos independentistas estallaron en nuestra América, la mayoría de ellos inspirados en la Ilustración francesa y decididos a fundar repúblicas liberales, ¿qué ha sido de la libertad —de todas las libertades— en nuestras naciones?
Muchos intelectuales poscoloniales de habla inglesa, y también hispanoamericanos, han rechazado la pobre opinión que míster Conrad se hizo de nuestras repúblicas. Su visión, nos dicen, es racista e imperialista y tal vez tengan razón.
Pero las dinámicas del poder que aún rigen nuestros países desde la era de los libertadores se remontan a los días coloniales y hallan eco incomparable en los mitos de fundación de la República de Costaguana que nos brinda Joseph Conrad: «Una exagerada y cruel caricatura, la fatuidad de una mascarada solemne, la grotesca atrocidad de cualquier ídolo militar de concepción azteca y aderezo europeo a la espera de sus adoradores».
Mascarada solamente, tristes trópicos: doscientos años más tarde, esas dinámicas (¿inconscientes?, ¿fatales?) todavía actúan como la mayor amenaza a las frágiles democracias de nuestras Costaguanas.
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