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Abril 21, 2025


Semana Santa

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Estamos próximos a vivir otra Semana Santa en nuestras vidas. Podemos vivirla, sin embargo, como si fuese la última. Esto, para renovar en nuestras almas un fervor más intenso. 

En Semana Santa recordamos los últimos momentos de Jesucristo en la tierra. Recordamos su pasión, muerte y resurrección. Recordamos su tristeza infinita ante lo que iba a vivir y su deseo de vivirlo, pues su pasión nos salvaría del pecado y haría posible que resucitáramos con él.

El domingo de Ramos, es decir, hoy, recordamos su entrada triunfal en Jerusalén. La gente lo aclamaba y lo recibía con palmas como lo que era: el Rey de Reyes. Esa misma gente gritaría después para que lo crucificaran, hecho que sumió a Jesús en una profunda tristeza. Padeció la traición de muchos, la contradicción de corazones que afirmaron amarlo para después negarlo, lo que nunca lo llevó a desconfiar de los hombres y de su posibilidad de ser buenos.

Predicó, siguió sanando enfermos y atendiendo a todos como si no fuera a sufrir grandes traiciones. El jueves santo hizo preparar la última cena con sus discípulos. Allí instituyó el gran misterio de la Eucaristía: que estaría realmente presente, con su cuerpo y sangre, alma y divinidad, en la hostia consagrada. Instituyó también el sacramento del orden sacerdotal y explicó a los apóstoles, paso a paso, lo que debían hacer en adelante. Se refirió también a Judas, a ese que más le hubiera valido no haber nacido en virtud de lo que hizo: vender al maestro.

Después de la cena, Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan y se dirigió al monte de los olivos a orar. Les pidió a los apóstoles que velaran con él, pero estos se durmieron. Esta oración de Jesús revela la profunda confianza en su Padre, cuya Voluntad deseaba cumplir, aunque le doliera. Jesús temía lo que venía, tanto así que sudó sangre. Sentía pánico e intentó despertar a los discípulos para que oraran con él y lo confortaran, pero ya era tarde, pues ya se acercaban los soldados enviados por los sacerdotes y Judas, el traidor que le daría un beso.

Los sacerdotes lo juzgan de noche, cuando todos dormían. No soportaban, en su soberbia, que Jesús los opacara. No podían sobrellevar el hecho de que Jesús se llamara Hijo del Padre. Esperaban un Mesías a su medida, no a la medida de Dios. Al día siguiente lo llevan ante Pilatos, quien no encontró culpa en él. Luego lo llevan con Herodes, quien lo vio inofensivo. Vuelve con Pilatos, quien pone a los israelitas a elegir entre Barrabás o Jesús. Gritan que crucifique a Jesús. Piden para él la muerte más terrible que podía elegirse: la propia de los malhechores. Empieza, así, tras la flagelación, el camino de la cruz.

Sus discípulos huyen, Pedro lo niega tres veces; solo Juan lo acompaña, junto a María, su madre, y las santas mujeres. Jesús sufre así el abandono de los que más quería. Perdona al buen ladrón y le promete que ese mismo día entrará en su reino. Tras un intenso sufrimiento, muere en la Cruz, signo de nuestra salvación.

El viernes y el sábado son días de inmenso dolor y desconcierto, pues Jesús ya no está. Los discípulos se esconden, por miedo, y María, en silencio, confía en la Voluntad de Dios. Sabe, en lo íntimo, que su hijo es el Mesías. Sabe que nos salvó. Pero no solo lo sabe, sino que se une al sacrificio de la cruz. Por eso ayuda a Jesús a salvar almas y por eso es Madre nuestra.

El domingo es el día esperado. Todos se van dando cuenta, poco a poco, de lo que está sucediendo. Las mujeres van al sepulcro a llevar especias aromáticas que habían preparado y se encuentran con que la piedra que tapaba la tumba había sido quitada. Se les aparecen unos ángeles y a María Magdalena se le aparece Jesús. Corre a decírselo a los apóstoles y comienza, así, una nueva etapa para todos. Jesús venció a la muerte y al pecado y prometió estar con nosotros todos los días, hasta el final. 

Estos días pueden ayudarnos a revivir la pasión y la Resurrección de Jesús. Deben poder ayudarnos a mirar nuestra vida cara a Dios y a su Voluntad. Nada de lo que nos pasa o hacemos le es insignificante. Todo le importa. Por eso, frente a un panorama que para todos es incierto y desesperanzador, asegurémonos de que todo es para bien y el bien siempre vence. Recemos a un Dios que no nos abandona nunca; a un Dios que se hizo hombre como nosotros para vivir, como nosotros, el dolor, la alegría y la muerte. Confiemos en Él, que siempre nos escucha, y pidámosle por el país, por nuestro futuro, por la renovación de la fe en nuestra patria.

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