La razón primigenia y aún hoy principal para la existencia del Estado es la generación y mantenimiento de un entorno seguro para sus habitantes, protegiéndolos tanto de los riesgos provenientes de otros Estados como de las distintas formas de delincuencia al interior del propio territorio.

Cuando un gobierno evidencia incapacidad para proteger adecuadamente la seguridad de sus ciudadanos honestos, inevitablemente se resquebraja la confianza en el Estado, alimentando comprensibles deseos primarios de seguridad y orden a cualquier costo, lo que pone en severo riesgo la continuidad del Estado de Derecho y abre la puerta a la esperanza ciudadana en una variada oferta de modelos absolutistas de todo tipo ideológico.

En el pasado, solía asociarse el totalitarismo con el orden y la seguridad; aun hoy, no son pocos los que empiezan a inclinarse por ese riesgoso camino que se paga con una inexorable pérdida de libertades. Pero quienes así sienten (llamarlo pensar es excesivo) no parecen ser conscientes de un cambio en los modelos autoritarios.

Los diferentes gobernantes socialistas del siglo XXI vienen optando metodológicamente, tanto en Iberoamérica como en España, por una receta distinta a la de las dictaduras tradicionales, que solían conseguir legitimidad a base de una seguridad ciudadana de cimientos draconianos. Una vez en el poder (en el cual se perpetúan con toda clase de subsidios y otras trampas, incluidas la desinformación sistemática y la captura del ente electoral para la manipulación del resultado electoral), los socialistas del siglo XXI estimulan deliberadamente la inseguridad ciudadana, lo que resulta muy útil para tres objetivos:

  • Mantener a los ciudadanos distraídos de la gestión de la cosa pública.
  • Ocultar fácilmente los crímenes con motivación política.
  • Estimular la migración de talentos y fortunas que pudieran estorbar sus planes futuros.

Para lograrlo, en lugar de ampliar y especializar la capacidad carcelaria, los socialistas del siglo XXI no vacilan en liberar presos para «reducir el hacinamiento», apelando a la fracasada hipótesis de la «reeducación y reinserción». Algunos, como Sánchez en España o Petro en Colombia, se animan a amnistiar selectivamente a terroristas afines a su posición ideológica, mientras incluso, como sucede en España, penalizan la mera recordación pública de figuras históricas opositoras que, curiosamente, también recurrieron, en sus tiempos, a la violencia.

Invariablemente, los socialistas del siglo XXI flexibilizan ciertas barreras migratorias para facilitar el ingreso masivo de operadores políticos, saboteadores ideológicamente afines y delincuentes con los que sus aliados (a menudo involucrados en el crimen organizado) han pactado previamente. Todos ellos resultan funcionales a los tres puntos expuestos.

Conseguida con éxito la exacerbación con fundamento de la percepción ciudadana de inseguridad, procuran, camuflados tras ella, (reiteradamente hasta que lo logran) generar el entorno legislativo que haga viable la formación de cuerpos paramilitares o parapoliciales conformados por personas ideológicamente afines al gobernante. Para ello, es común que procuren crear nuevos cuerpos policiales, entregar facultades policiales a milicias ideologizadas y realizar cambios discriminatorios en la legislación de uso de armas, otorgando amplia facultad discrecional a ciertos funcionarios.

Ciertamente, debiera llamar la atención cuando el camino descrito es emprendido por un gobierno vestido con ropajes democráticos, más aún si es liderado por personajes histórica y consistentemente admiradores del socialismo del siglo XXI.

«Facta non verba«: las personas inteligentes juzgan a gobiernos y gobernantes por sus actos, no por su discurso.

Artículo publicado en el diario El Reporte de Perú


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