Con algún desagrado vuelvo sobre el tema de la financiación de las campañas políticas y, en general, de la vida política, a raíz de los informes y decisiones judiciales que estamos conociendo. Es que se trata de un tema que he venido trajinando desde el primer artículo que escribí cuando regresé desde Estados Unidos luego de hacer mis estudios de ciencia política. Las columnas, los ensayos, las conferencias, los libros que he publicado sobre el tema han sido absolutamente inútiles y entonces siento que debo reconocer tanta inutilidad y resignarme a que siga ocurriendo lo que era muy previsible y, seguramente, habría sido evitable.
Voy a recordar dos principios que se formulan en latín y que están detrás de todo el tema de la financiación política. El primero dice: do ut des, te doy para que me des. Es decir, sería excepcional una donación política que no tuviera esta implicación. Sería lo deseable y lo ideal, pero sabemos que no es así. Y el segundo, Quid pro quo, qué significa que hay un elemento de reciprocidad, que el que da espera algo en compensación por su gesto.
O sea, en lenguaje coloquial, se trata de un intercambio de favores que introduce un elemento que distorsiona brutalmente la formulación de las políticas públicas, la adjudicación de contratos, el nombramiento de personas, y la asignación de otras decisiones o de favores. Una manera de violentar el principio de la igualdad en la vida democrática. Una manera de establecer un enorme desequilibrio en la relación de los ciudadanos con el gobierno en sus diferentes niveles, no se trata de un capricho, ni de una idea peregrina, ni de una sugerencia para sofisticar el sistema. No. De ninguna manera…
Lo que se pretende es preservar la integridad del gobierno, de los partidos, de sus dirigentes políticos, de los empresarios, y del proceso de decisiones en general. Es decir, lo que se quiere es garantizar la transparencia y la equidad en el funcionamiento del sistema democrático que se vería gravemente deformado por estas prácticas de financiación mixta que hemos adoptado, en el país en el cual existe un escenario muy propicio para que el proceso democrático sea deformado desde muy diversos sectores y por muy diversas motivaciones que, en todo caso, rompen el auténtico espíritu democrático y la transparencia que lo debe caracterizar.
Son muchas las citas que podría recoger de dirigentes políticos en países muy democráticos que hablan no solo de su desesperación, sino de su desagrado por tener que buscar, prácticamente, desde el primer día después de su elección, recursos para lograr su reelección dos o cuatro o seis años después. Utilizan expresiones de profundo desagrado y hasta de vergüenza y, algunos, anuncian que prefieren no continuar en la vida política con tal de no tener que someterse a este proceso.
Varias veces he hablado de la urgencia y necesidad de preservar el prestigio y la credibilidad de nuestros dirigentes políticos, argumentando la inconveniencia de someterlos a este proceso de suplicar recursos y, luego, corresponder con diversos tipos de favores.
Insistir hasta el cansancio en la urgencia de recuperar el prestigio de la política y de los políticos como una manera inescapable de garantizar la confianza de los ciudadanos en la democracia, debe ser para cada uno de nosotros una obsesión.
Artículo publicado en el diario El País de Colombia