En la Venezuela de hoy, la censura y la persecución contra cualquiera que emita una opinión contraria al gobierno constituye la cotidianidad. Eso es aún más notorio desde el 28 de Julio. Asistir a una entrevista a algún medio de comunicación es peligroso tanto para el entrevistado como para el entrevistador, por tanto, los medios se autocensuran evitando entrevistar a personas que puedan decir, por ejemplo, “que los resultados de las elecciones presidenciales no han sido publicados en el portal web del CNE”. Aunque sea totalmente cierto, puede ser motivo de una detención arbitraria y el cierre de un programa de radio.
Esa es la lógica autoritaria que ya los venezolanos conocemos muy bien, llueve sobre mojado. Ahora bien, lo que sí pasa inadvertido es que ese aplastante silencio impuesto por la represión supone un costo administrativo y gerencial; además de su costo humano en víctimas, en detenidos, exiliados, torturados e inhabilitados; también el silencio impide a los hacedores de políticas públicas tomar decisiones que coincidan con las necesidades, expectativas y requerimientos colectivos. Aquí va un ejemplo, si los docentes y directivos de una escuela pública deteriorada, sin baños, sin pupitres y sin electricidad desarrollan el miedo a denunciar su precariedad, así como también lo desarrollan estudiantes y representantes, ¿Cómo podrá la sociedad y las instituciones competentes enterarse de la existencia de un problema público? ¿Por revelación divina? ¿Por las cartas del tarot o por el horóscopo?
En un hospital o ambulatorio público es común que la falta de insumos impida a los pacientes acceder a la atención médica, pero si los profesionales de la salud, médicos y enfermeras denuncian la situación en los medios de comunicación o en las redes sociales corren el riesgo de ser detenidos por “generar zozobra”. Esta situación es más grave en los municipios del interior del país, allí dónde el ojo público está más cerrado, dónde la represión impone su sombra tenebrosa con más facilidad.
La cuestión es que la dictadura implica una serie de incentivos comunicacionales perversos que alimentan y retroalimentan una única y exclusiva prioridad: la permanencia en el poder de los dictadores. El resto de las cosas, importantes o urgentes, pasan a un segundo plano o a un tercero, o de plano dejan de interesar. No importa si las escuelas se caen o los hospitales están en terapia intensiva, lo importante es que nadie se queje públicamente porque la queja es ya no un delito más grave que el homicidio, es que ahora es un pecado mortal que te puede hacer perder los derechos humanos, la nacionalidad o el alma. Publicar un estado de WhatsApp con una verdad incómoda para el régimen te puede hacer pasar, en un dos por tres, de ciudadano de la república a terrorista así que el instinto primario de conservación hace más atractivo guardar silencio ante el desastre.
El resultado concreto de todo esto es que todo empeora pero en silencio. La corrupción empeora, la salud y la educación empeoran, la contaminación empeora, la criminalidad empeora pero nadie se queja. Hay municipios, muchos, la mayoría, en los que las emisoras de radio solamente emiten música, la poca prensa escrita solo tiene espacio para las noticias del espectáculo o para la “verdad oficial” y las conversaciones en la calle, cuando revisten alguna crítica al gobierno, se hace en voz baja, a nivel de susurro. ¿Es esto sano? Claro que no.