Las relaciones entre México y Estados Unidos revisten la doble peculiaridad de ser siempre buenas, es decir, institucionales, estables y multifacéticas, y de encerrar casi siempre tensiones de un tipo o de otro. Desde la posguerra entre los dos países, los límites impuestos por una inevitable convivencia jamás han sido violados, ni siquiera cuando las fricciones alcanzaron niveles insospechados. Esta dinámica ha funcionado de nuevo ahora, cuando a pesar de divergencias sobre un gran número de temas, los dos gobiernos — y ambas sociedades— se ven condenados a entenderse y, en el fondo, a llevar la fiesta en paz.
El presidente de México despreció a su homólogo estadounidense hace un mes, al no asistir a la Cumbre de las Américas en Los Ángeles. Joe Biden puso la otra mejilla e invitó a Andrés Manuel López Obrador a Washington, visita que tuvo lugar el 12 de julio. Aunque era la tercera oportunidad en que los dos mandatarios conversaban en persona, en realidad la relación entre ellos no ha revestido la frecuencia e intensidad acostumbradas hasta hace unos años. Solo para dar un ejemplo, basta recordar que la última visita de un presidente de Estados Unidos a México fue en 2015 con Barack Obama. Se esperaba que todo saliera bien, o en todo caso, que nada saliera mal.
Por desgracia hubo pequeños tropiezos. Intencionalmente o no, el visitante mexicano se adelantó a la hora de llegada prevista, de tal suerte que el anfitrión estadounidense no lo recibió al bajarse de su automóvil, como suele suceder con los mandatarios distinguidos. Después en el llamado “pool spray” en la Oficina Oval, durante el cual un número reducido de periodistas lanzan preguntas y toman fotos, mientras que los mandatarios hacen una breve declaración preliminar antes de entrar a su reunión privada, el mandatario mexicano pontificó durante 31 minutos, mientras que su homólogo apenas habló 8 minutos.
Además de la falta de cortesía y de experiencia, el tiempo que se tomó López Obrador fue un factor que imposibilitó la celebración de la reunión de delegaciones ampliadas, prevista inmediatamente después. No ocurrió. Y al encuentro de delegaciones reducidas (1+1) no acudió el secretario de Estado, Antony Blinken, y también se acortó su duración; la de los jefes del Ejecutivo solos, con intérpretes, no se realizó. Por último, la fecha escogida para la reunión fue extraña, ya que Biden tenía programada una visita de cuatro días a Medio Oriente empezando esa misma noche. López Obrador almorzó y cenó con su comitiva mexicana, sin invitado local alguno. Al encuentro del miércoles 13 de empresarios mexicanos y estadounidenses no asistió Biden por la misma razón. Únicamente acudieron representantes de tres empresas de Estados Unidos. El comunicado conjunto incluye tres compromisos mexicanos —compras de leche en polvo, de fertilizantes y de invertir 1.500 millones de dólares en seguridad fronteriza— pero no parece haber un compromiso claro de parte de Estados Unidos, en particular sobre un incremento en el número de visas H-2, aunque AMLO haya mencionado que Biden sí se comprometió.
Ninguno de estos incidentes encierra gran importancia. Son pasajeros, cosméticos y fáciles de olvidar para políticos profesionales como Biden y López Obrador. Pero generan un ambiente, particularmente ante el público de casa, que siempre es preferible evitar. Sobre todo, en la medida en que este conjunto de pequeñas molestias se producía con un trasfondo de relativa tensión.
A lo largo de los últimos meses, se han acumulado desacuerdos, nada insignificantes, entre México y Estados Unidos. Una discusión más extensa, privada y sustantiva hubiera podido contribuir a sobrellevarlos con mayor facilidad.
México ha condenado la invasión rusa a Ucrania en la ONU, pero mantiene una posición de neutralidad fuera de las votaciones.
No ha aplicado sanciones a Rusia ni apoya las suspensiones de ese país de diversos órganos de la comunidad internacional. Asimismo, insistió en que Washington convocara a las tres dictaduras latinoamericanas —Cuba, Nicaragua y Venezuela— a la cumbre de Los Ángeles, y hace caso omiso de la brutal represión de La Habana contra los manifestantes del 11 de julio del año pasado.
Hace apenas unos días —de nuevo un episodio más chusco que trascendente— López Obrador amenazó a Estados Unidos con lanzar una campaña para desmontar la Estatua de la Libertad si extraditaban a Julian Assange, el fundador de Wikileaks. Washington ve esto como parte de la excentricidad de un presidente tropical, y lo pasa simplemente a pérdidas.
Ya de manera más seria, la política energética y en general de trato a inversionistas extranjeros del Gobierno mexicano ha provocado una serie de desencuentros con empresas estadounidenses. Algunos se han negociado individualmente; otros se encuentran en litigio, pero todos provienen de interpretaciones opuestas del llamado T-MEC. La representante de Comercio estadounidense, Katherine Thai, ha manifestado en varias ocasiones su preocupación por la postura mexicana.
Varias cámaras industriales, grupos de presión, asociaciones de empresas y algunos gobernadores mexicanos hecho lo mismo. Algo semejante sucede con la posición de López Obrador en materia de combate al narcotráfico y en particular a los envíos de fentanilo de México a Estados Unidos. Siguen muriendo estadounidenses de sobredosis de opioides; buena parte del fentanilo procede de México, y a pesar de los decomisos esporádicos celebrados por los medios, la política de “abrazos, no balazos” de AMLO no ha sido comprendida por Washington. La cooperación mexicana con la DEA aún no recupera los niveles previos a la detención del exsecretario de la Defensa Salvador Cienfuegos, y las nuevas leyes en México complican, aunque no cancelan, el trabajo conjunto.
Por último, pero se trata seguramente de lo más importante, los flujos migratorios no cesan. Es bien sabido que López Obrador pactó —explícita o tácitamente— con Trump y con Biden que contendría la entrada de migrantes de otros países a México, obstaculizaría su tránsito por México, e impediría que cruzaran la frontera con Estados Unidos en la medida de lo posible. A cambio de ello, Washington no cuestionaría diversos aspectos de la política interna mexicana que podrían no ser de su agrado.
México ha desplegado hasta 30.000 efectivos militares y de seguridad en todo el territorio; ha aceptado que hasta 70.000 migrantes esperen indefinidamente, y en condiciones dramáticas, sus audiencias de asilo del lado mexicano de la frontera; y ha deportado a un enorme número de centroamericanos al Triángulo Norte a pesar de las terribles condiciones de vida y de seguridad que imperan en esos países. Sin embargo, los flujos no cesan. Por el momento este asunto queda en suspenso, pues un tribunal falló que esperar las audiencias en México no sería más una opción
En mayo, se alcanzó la cifra más alta en décadas de detenciones de inmigrantes indocumentados en Estados Unidos.
Incluyen familias centroamericanas, pero también un número impresionante de cubanos —más que en el éxodo del Mariel en 1980— y, sobre todo, de mexicanos. De manera que el temor de Biden de que sus adversarios políticos utilicen el tema migratorio en su contra no ha podido ser resuelto por la cooperación mexicana. Sin esta última, todo podría ser peor, ciertamente. Pero los esfuerzos mexicanos se desgastan rápidamente; se desprotegen otros frentes —por ejemplo, el combate al narcotráfico—; y el costo en imagen, en violaciones a derechos humanos y en recursos financieros es cada vez más elevado para México.
Todo esto pudo haber sido objeto de intercambios, de preferencia a solas, entre Biden y López Obrador. Hasta los reclamos infantiles sobre Assange hubieran tenido cabida. Por una razón u otra, quizás no fue el caso en esta ocasión. México logró pocas cosas positivas en la visita, pero pagó un costo. Varios senadores demócratas publicaron un proyecto de resolución de su Cámara exigiendo protección y respeto al periodismo en México. Y una docena de miembros republicanos del Senado hicieron lo mismo, pero reclamando respeto a las inversiones estadounidenses en México. El gobierno de México no ha reaccionado a estas acciones. Nada es gratis en materia de relaciones internacionales, ni siquiera un viaje de pisa y corre a Washington.
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