Con la muerte de Chávez se produjo la muerte del último líder carismático, la muerte de uno de los más grandes demagogos y también la muerte del fanático ideológico más locuaz que ha conocido la historia política del país.
Con esas características sedujo a una gran parte del país y fundó lo que ha sido conceptualizado por algunos cientistas políticos como “autoritarismo electoral”; otros lo han definido como: democracia reducida, democracia Iliberal, régimen híbrido, régimen mixto, régimen semiautoritario, dictadura disfrazada, creo que todavía hay un largo etcétera que incluye las propias autodefiniciones que se hace el régimen que proclama que su régimen es una “democracia participativa y protagónica”.
Toda esta enorme batería conceptual es para definir a un régimen que llega al poder por la vía de los votos pero que gobierna autoritariamente, que mantuvo abierta la arena electoral, con elecciones manipuladas, montadas sobre una estructura formal autoritaria (eso que se ha llamado “aparatos de poder autoritario”: TSJ, CNE, AN, MP y la FA).
Con la desaparición de Chávez, ahora mucho más que física, pues también ha desaparecido del corazón de los venezolanos, y con el advenimiento de Maduro, el modelo se trastocó en un régimen plena y totalmente cerrado que no ha permitido elecciones competitivas y libres, que ha perseguido a los líderes naturales de la oposición dejándolos fuera de la competencia electoral.
Se enfrenta ahora, después de la enorme crisis de la cual su régimen es el principal productor, con la posibilidad de salir del poder, exhibiendo el más grande rechazo registrado en la historia política del país.
Frente a esta realidad, inocultable, el régimen ensaya un enorme menú de estrategias, por ejemplo: inhabilita líderes, traspasa partidos otorgándoselos a falsos dirigentes, responsabiliza a la oposición de hechos y decisiones tomadas por el régimen, como es la entrega de Citgo, fabrica ambientes de guerra y crea comisiones legislativas con amenazas de todo tipo contra la dirigencia opositora, los partidos y contra todos aquellos que piensan diferentes. Y aun así, la perspectiva de un triunfo electoral, con Maduro, es impensable.
Así que hay indicios de la urgente búsqueda de un nuevo candidato, pues las encuestas (sus encuestas) consolidan un rechazo a Maduro y a su gobierno de 80% de los venezolanos, y nada hace pensar que esa tendencia, esa sí que “irreversible”, pueda cambiar en un año electoral y en medio de una crisis de dimensiones bíblicas.
En la reciente entrevista que año a año le celebra Ignacio Ramonet, Maduro parece dejar la puerta abierta para su sustitución en la carrera presidencial. En ella, Maduro suelta aquello de que él no sabe si será candidato, pues “es todavía prematuro” y que solo Dios lo sabe. Agrega que Diosdado no, que él se refiere a Dios.
Esto pareciera una expresión que bien pudiera estar dentro de la estrategia a la que siempre recurre Maduro y su gente: “Solo para confundir” a la oposición, pues, como suele suceder, la frase empezó a ser analizada por los analistas opositores, como una indirecta directa al corazón de Diosdado Cabello. Pero más allá de esta hipótesis, lo que sí está claro es que nunca como hoy el régimen está preso de la incertidumbre que le produce la posibilidad de no permanecer en el poder.
El chavismo sabe que, con Maduro, no hay certeza de la permanencia del chavismo en el poder. Su drama es, precisamente, que su mejor candidato a las elecciones de 2024 es el que tiene el mayor rechazo y sobre el que la ciudadanía ya tiene hartazgo. El resto de los posibles pretendientes a sustituirlo aparecen por debajo de Maduro y demasiado por debajo con respecto a María Corina Machado, la candidata de la oposición.
Si hiciéramos el ejercicio de recorrer todo el cuadro principal de la dirigencia chavista que pudiera pretender la candidatura presidencial, nos daremos cuenta del enorme vacío del liderazgo en el chavismo y el rechazo que la ciudadanía expresa contra Diosdado Cabello, los hermanos Rodríguez, la señora “Primera Combatiente” Cilia Flores y hasta Padrino López. Ellos, junto con su “jefe”, Nicolás Maduro, conforman la banda que, con justa razón, es la más odiada de las que tiene el país, superior en desafecto al “Tren de Aragua”.
Sin lugar a dudas, hay todavía quienes piensan que el país está en un laberinto sin salida. Pero “el laberinto no es una cárcel, porque tiene salida” y el país la tiene.
Solo que el venezolano debe asumir el duro “camino del sacrificio, de sangre, sudor y lágrimas”, pues “nosotros somos la salida y la solución”. Esta es la oportunidad… quizás la última.
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