Santiago me advirtió el resultado de estas elecciones. De alguna manera sabía que la juventud estaba contra Trump. Hablaba el inglés con fluidez. Había estudiado el High School en USA. Se conocía al dedillo la sociedad americana. En el momento de los comicios anteriores, muchos cubanos se sorprendieron cuando Santiago Morales pidió el voto para Joe Biden y yo aseguré que no se trataba de un comunista. Bastaba con revisar la votación de Biden a favor de las transmisiones de Radio y TV Martí hacia Cuba. Con eso no se jugaba. Era obvio que “Biden no era un peligroso hombre de la izquierda marxista”, como lo presentan sus adversarios. Santiago era “demócrata” y yo “independiente”. Unas veces votaba con los republicanos y otras con los demócratas. A veces votaba con los libertarios. Dependía del candidato. También votaba en España. En ese caso, dependía de dónde estuviera radicado.
Recibo puntualmente las “Notas de Dolor” que me envía la Unión de Expresos Políticos Cubanos. Acaba de fallecer Santiago, mi entrañable amigo, quien fue preso político. Tenía 80 años. Son más de 100.000 hombres y mujeres. Algo más del 1% de la población cubana. Si fueran los gringos, alcanzaría el 1.200.000 personas pasadas por los calabozos. Han transcurrido más de 60 años y aún hay más de 1.000 prisioneros de conciencia. Todos han pasado por las cárceles políticas de los Castro. Unos, pocos meses –como es mi caso, porque me escapé a los 17–, y otros muchos, hasta 10, 20 o 30 años en condiciones infrahumanas, como les sucedió a los comandantes de la Revolución cubana Huber Matos y Jaime Costa, conocido como “el Catalán”, a Roberto Martín Pérez, al líder sindical Mario Chanes de Armas, exasaltante del Moncada y expedicionario del Granma, o al poeta Ángel Cuadra, fundador del Pen Club en el exilio cubano, por sólo mencionar a unos cuantos fallecidos. Muchos han perecido por fusilamiento o por maltrato en los más de sesenta años que lleva esa dictadura. No menciono a los centenares o miles de muertos, ahogados o devorados por los tiburones en el estrecho de la Florida, porque es un número bastante impreciso de personas, aunque se calcula que el resultado de sobrevivir en una precaria balsa es del 50%. Por cada persona que consigue llegar a Florida, una muere en el intento.
Santiago Morales Díaz
(“Notas de dolor”. Las aclaraciones entre paréntesis y en cursiva son mías)
Natural de Pinar del Río, se incorporó a los campamentos de entrenamiento en Centroamérica con 19 años el 1 de julio, 1960, siendo el Brigadista #2531 (La numeración comenzó con el #2500, así que fue uno de los primeros. La “Brigada de Asalto” fue llamada 2506 en homenaje a un joven que tenía ese número y murió durante los adiestramientos). Nació el 16 de marzo, 1942. Infiltrado en Cuba para apoyar a los grupos de resistencia en La Habana, fue arrestado y condenado a 30 años en la Causa 41/1962 de La Cabaña. (No lo fusilaron porque era menor de edad y la ley, entonces, lo prohibía, algo que el gobierno ignoraba con frecuencia). Su número era el 31.013 en el Presidio de Isla de Pinos. Luego le radicaron la Causa 513/1967 de La Habana (dado que se fugó de la cárcel, estuvo varios meses escondido a la espera de un barco clandestino que nunca llegó a Cuba. Más adelante fue recapturado). Indultado el 25 de mayo de 1979 (por gestiones del banquero Bernardo Benes de acuerdo con la administración de Jimmy Carter, quien admitió a casi 3.000 presos políticos cubanos en su país), emigró a Estados Unidos, donde fue un próspero hombre de negocios que jamás olvidó su compromiso con la causa por la Libertad de Cuba. (Fundó en Miami “Maxi-Force, una empresa dedicada a la fabricación y exportación de piezas de repuesto para maquinaria agrícola de marca. Llegó a vender varios millones de dólares anualmente. Fabricaba, fundamentalmente, en Turquía).
Hasta ahí la “Nota de Dolor”. Santiago Morales me refirió algo que había aprendido de una manera escalofriante. En 1962, cuando él cae preso, y fines del 66, cuando consigue evadirse de la cárcel, se había producido la transformación de Cuba. Aquel pueblo levantisco y rebelde, que se había sacudido el yugo español, las dictaduras de Gerardo Machado y la de Fulgencio Batista, se había convertido en una sociedad temerosa de marionetas arratonadas. Las represalias del régimen castrista, y el temor a la muerte, habían logrado, como en todos los países que formaban el Este de Europa, una ciudadanía que aplaudía “sinceramente” su propia destrucción. El comunismo constituía una tiranía perfecta.
–¿No tienes resentimientos contra Estados Unidos cuando te infiltraron, inútilmente, en Cuba?– le pregunté una tarde-noche en su casona de Coral Gables. Se quedó mirándome sorprendido. Prendió un habano y me dijo: “No. Era muy difícil luchar contra ese tipo de dictadura. Yo era un chiquillo inexperto y tenía 18 o 19 años. A esa edad no se envía a la muerte a un muchacho. Pero nadie me obligó a infiltrarme en Cuba. Eso sí, todos los infiltrados por la CIA en el Este fueron cazados sin piedad y ejecutados. De eso me enteré mucho después. Los métodos represivos de las dictaduras son diferentes”.
Afortunadamente, después de pasar casi 20 años preso, logró reunirse con su noviecita cubana, Eloísa Ferro, y vivió felizmente casado con ella hasta que le cerró los ojos. Murió de cáncer de páncreas. He conocido pocas personas más deseosas de continuar viviendo.