En el enésimo ejemplo de que para Sánchez la democracia es un estorbo, el presidente del Gobierno intenta tapar ahora una investigación judicial contra su esposa, por posibles delitos de tráfico de influencias y de corrupción, desapareciendo de la escena pública durante cinco días con un insólito comunicado que bien podría haber firmado, en su momento, Hugo Chávez.
Lejos de intentar dar una explicación razonable sobre los hechos susceptibles de unas diligencias judiciales aún incipientes, si acaso la tiene; el líder socialista huyó cariacontecido, amenazó con dimitir el lunes, incitó a las masas a respaldarle y convirtió todo el episodio en una inexistente conspiración de la «derecha y la ultraderecha», en la que mete al PP, a Vox y a medios de comunicación como El Debate.
Nunca, en casi medio siglo de democracia, un dirigente político se había atrevido a transformar el genuino funcionamiento del Estado de derecho, sustentado en la separación de poderes y la libertad de información, en una espuria operación de derribo personal, concertada por poderes ocultos o visibles que ahora utilizan a su esposa para enterrarle a él personalmente.
El carácter plebiscitario de la carta de Sánchez, emanado de la misma sentina política que llevó a Pablo Iglesias e Irene Montero a hacer una encuesta a su militancia sobre la conveniencia o no de vivir en un chalet en Galapagar pero mucho más peligrosa por su posición institucional, desafía al núcleo de la propia democracia e invita a una confrontación social, política y mediática para dirimir un conflicto por cauces distintos a los previstos en un régimen de libertades y derechos.
Si Sánchez quisiera de verdad dimitir, lo habría hecho nada más conocerse la apertura de la investigación. Y si tuviera el más elemental respeto a las reglas de juego, hubiera apostado por rendir cuentas públicas, con todo lujo de detalles, en lugar de por acusar y acosar a sus rivales políticos, muy flojos por cierto a la hora de exigirle explicaciones: tuvo que ser Gabriel Rufián, de ERC, quien interpelara a Sánchez sobre Begoña Gómez, planteando la pregunta como un mero prólogo victimista de la sobreactuación posterior del delirante líder del PSOE.
La realidad es que, frente a las soflamas populistas de Sánchez, se acumulan los indicios de que su mujer utilizó su posición para medrar profesional y económicamente, tal como han documentado una miríada de informaciones de El Debate y de otros colegas.
¿Acaso no es verdad que Gómez logró una «cátedra» a dedo en una universidad pública, especializada en la captación de fondos y sin ningún control aparente de sus órganos de dirección? ¿Y no es cierto que algunos de los asociados a esa especie de seudoempresa pública resultaron beneficiarios luego de millonarios contratos públicos? ¿O que algunos de sus clientes obtuvieron a continuación subvenciones y préstamos, por cuantías sin precedentes, decididos por el Consejo de Ministros?
La duda no es, en este asunto, si Begoña Gómez operó activamente en esferas relacionadas con las competencias y decisiones de su marido. Eso es una certeza, constatada con documentos oficiales, y sin la menor duda incompatible con la decencia estética y ética que cabe exigirle a un presidente y a su familia.
Aunque nada de ello fuera delito, seguiría siendo inaceptable: las responsabilidades políticas son distintas a las estrictamente penales, como bien debería saber quien apeló a ese concepto para justificar el desalojo de su antecesor, Mariano Rajoy, por haber sido testigo de un caso en el que ni se le juzgaba ni, obviamente, se le condenó.
La verdadera incógnita es, si además del bochornoso comportamiento de la esposa del presidente y de él mismo, hubo un lucro, por qué cuantía y con qué supuesta justificación.
En lugar de envolverse en banderas victimistas, más propias de un cacique caribeño que de un dirigente europeo, Sánchez debería aclarar eso con urgencia, haciendo públicos los bienes, el patrimonio, los activos, las acciones y la lista de pagadores de su cónyuge, tal y como recomienda el Grupo de Estados Contra la Corrupción, dependiente del Consejo Europeo, suscrito por España y sospechosamente despreciado por el aludido.
Que en vez de proceder con transparencia, o de llevar a la Justicia los «bulos» y «conspiraciones» para que tengan la respuesta legal prevista en el Código Penal; opte por alentar una confrontación inquietante, señalando públicamente a los «culpables» de una campaña en su contra; le desautoriza como presidente y obliga a todos las instituciones, poderes y medios de comunicación independientes a seguir haciendo su labor, ajenas al desafío irresponsable de un populista temerario que pisotea la democracia, utiliza la polarización como único argumento de su campaña electoral en Cataluña, se cree con derecho a convertir en secreto de Estado las andanzas de su esposa o sus problemas con el espionaje de «Pegasus» y se marcha de un portazo para ahorrarse dar la cara con urgencia por las múltiples polémicas personales, familiares, políticas y legales que le acechan.
Editorial publicado por el diario El Debate de España