Más allá del futuro procesal de Begoña Gómez, Pedro Sánchez debe dimitir con urgencia tras conocerse que mintió, de manera reiterada en el tiempo, para esconder la condición de imputada de su esposa desde el 16 de abril, tal como confirma el sumario instruido por el juez de la causa, Juan Carlos Peinado.
El líder socialista desapareció durante cinco días con una carta melodramática en la que, para no dar explicaciones de nada, anunciaba un tiempo de reflexión y amenazaba con dimitir.
Después regresó con una comparecencia insólita, cargada de victimismo, en la que anunciaba su continuidad y cargaba contra jueces, políticos y periodistas por poner en duda la ejemplaridad de su pareja, implicada en un presunto caso de delitos de tráfico de influencias y de corrupción en los negocios.
Incluso tuvo la desfachatez de personarse en una entrevista, por supuesto en una emisora dispuesta a respaldar su relato, para insistir en que desconocía de qué se la acusaba exactamente a Gómez, esconder su imputación y cargar contra todo y todos, transformando sus problemas familiares en una excusa para impulsar una agenda de «regeneración», que en realidad era una caciquil intentona de dotarse de impunidad y criminalizar toda respuesta legal y pública a sus probables excesos.
E incluso acudió a unas elecciones en Cataluña escondiendo los hechos y presentándose como paladín de una reconciliación con el independentismo y una titánica resistencia a las fuerzas reaccionarias, dos mentiras derrotadas por los hechos.
Porque nadie ha legitimado más el separatismo que él, capaz de reformar el Código Penal e impulsar una amnistía a cambio de comprarse un apoyo de Junts que no incluye su renuncia a la ruptura constitucional. Y nadie se ha atrevido, con tanta contumacia y desprecio por las reglas del juego, a fabricar un monumental bulo para maquillar el señalamiento judicial de su pareja por negocios con apariencia espuria.
Las consecuencias penales no han sido nunca la única manera de medir la responsabilidad política de Sánchez, que debe basarse en la ejemplaridad y no solo en la legislación: incluso aunque fuera legal todo lo que ha hecho su esposa, es incompatible con la ética y estética que cabe exigir a quien dirige un país y a su entorno. Y es indecente conseguir una cátedra extraordinaria sin acreditar méritos; asociarse a de una manera u otra a directivos y empresas beneficiarias de decisiones del Gobierno y hurtarle a continuación explicaciones a la ciudadanía, haciéndose el ofendido y agrediendo a todo aquel que se atreva a recordarle que en España sigue vigente un Estado de Derecho al que nadie es ajeno.
Hasta es razonable pensar que la alocada escalada internacional de Sánchez, con conflictos desmedidos con Israel y Argentina y gestos sobreactuados con Palestina o Ucrania, obedecen al desesperado intento de hacer ruido y desviar la atención sobre su agónica situación política y familiar.
Los hechos confirmados sobre el comportamiento de Gómez ya son, acaben siendo o no delito, inaceptables. Y si a ello se le añade una mentira sonrojante, la continuidad de Sánchez es inviable ocurra lo que ocurra en el juzgado.
Gómez ya ha actuado en esferas relativas a las funciones y decisiones de su marido. Y Sánchez ya lo ha tapado, a sabiendas de que un juez tenía imputada a su esposa. En cualquier caso, es insostenible. Pero más aún en el de un dirigente político que llegó al poder apelando a la probidad, tras perder dos elecciones generales en seis meses, planteando una moción de censura contra un presidente legal y legítimo que no estaba ni imputado ni, por supuesto, condenado.
Su comportamiento personal es intolerable. Y con esos antecedentes, esas mentiras y esas coacciones, solo tiene una salida: dimitir, afrontar sus responsabilidades, dejar de coaccionar a los poderes del Estado y liberar a España del oprobio y la vergüenza a la que lleva sometiéndola desde 2018. Ya está bien.
Editorial publicado en el diario El Debate de España