En un pequeño café del Barrio Salamanca, un par de suramericanos suelen discernir la realidad política española con los ojos avezados de quien observa no ya una película repetida, sino un remake de escasa factura a la que habían asistido, en su momento, allí en las lejanías de sus respectivos países.
Es digno de observarlos o, al menos, escucharlos explicar el fenómeno de la inflación pospandémica como si se tratara de personas que vienen del futuro.
Entre ellos, hay un argentino que hace esfuerzos para enseñar sus tretas para estirar el salario a sus contertulios españoles y jurarles y perjurarles que el alza del coste de vida en España se asemeja a una muestra gratis si se la compara con la de su país.
No falta en aquel reducto el camarero venezolano con pasado docente en la Universidad Central de Venezuela analizando la crispación política española para recordarnos que más o menos así empezó la era del chavismo que terminó con su país diezmado social y culturalmente, y con él autoexiliado en Madrid.
Tertulias de café para matizar las mañanas. Ni que se hubiesen puesto de acuerdo, el argentino y el venezolano, durante los cinco días de teatralización de Pedro Sánchez, que la Moncloa decidió subir al cartel para recordarnos que el episodio se desarrolló con una impronta kirchnerista.
Al parecer de su tesis universitaria, el guion para ahondar la grieta cada vez más honda que se viene abriendo sin pausa en España no es otra cosa que un plagio de una de las tantas parodias a las que la viuda de Kirchner tenía acostumbrados a sus compatriotas.
Interesante el aporte del contertulio bonaerense. Pero no menos inquietante fue la interpretación que el venezolano hizo del título «regeneración democrática» con la que Sánchez fue manejando a su antojo la entrevista en RTVE. «A eso en mi país se le llamó guerra a la prensa de la burguesía».
Y en efecto, así se refirió una y mil veces el extinto Hugo Chávez desde su programa ómnibus Aló, Presidente descargando la ira contra los medios que comenzaban a cuestionarlo a los pocos meses de asumir la presidencia en aquel ya lejano 1999.
Y es que Sánchez, amén de dar vuelta sobre los mismos conceptos, repitió varias veces la necesidad de controlar las redes sociales y, por ende, a las voces críticas.
Algo que en la Venezuela chavista supo producir sobrada literatura y archivar kilómetros de expedientes que hablan de prohibiciones, prisión a periodistas, cancelación de licencias a medios de comunicación, compras coercitivas de periódicos y canales, cierres de emisoras de radios y matutinos por el solo compromiso de informar, emitir opiniones o darle voz a los opositores.
En definitiva, ejercer el contrapeso que reasegure la democracia, cuando todavía el periodismo y la democracia gozaban de buena salud.
La actuación de Sánchez en semejante sainete no se la puede calificar de feliz. El hombre viene magullado políticamente después de haber amnistiado en el marco de una lógica marxista –la de Groucho («Estos son mis principios, si no le gustan tengo otros»), y no ya los de Karl– y trató de distraer a propios y a extraños extrayendo algunos apuntes del recetario de la expresidenta argentina, gran actriz hispanoamericana, según la opinión de Francis Ford Coppola quien, luego de visitarla en su despacho el 26 de marzo de 2008, dejó trascender su opinión: «Questa donna non è una politica. È una star di Hollywood».
Sabido es que la política necesita cada vez más de Stalisnavski o de Grotowski antes que de Churchill. No obstante, Sánchez dejó de manifiesto en estos días que no es un avezado hombre de tablas, pero sí que siempre está abierto a peronizar la cuestión todo lo posible.
Ahora, si nuestro amigo venezolano llega a estar en lo cierto podría consultar a su antecesor en la Moncloa, José Luis Rodríguez Zapatero, tal vez uno de los políticos españoles con más sellos de la policía migratoria venezolana en su pasaporte para que le recuerde cuál fue el derrotero contra la prensa en aquel país.
Salvo que Rodríguez Zapatero, fanático de Jorge Luis Borges como pocos exmandatarios, se mimetice con «Funes el memorioso», aquel personaje del autor de El Aleph dueño de una hipermnesia global (que lo recuerda todo o casi todo), será necesario asistirlo o bien, advertir a algunos lectores que fue lo que pasó allí, por si el hombre sigue tentado con seguir abrevando en fuentes suramericanas.
Todo está guardado en la memoria
Desde el 20 de noviembre de 1999, día en que fue detenido Wilmer Quintana, jefe de Redacción del periódico La Antena, de la ciudad de San Juan de Los Morros, capital del estado Guárico, hasta el último encarcelamiento del también periodista Carlos Julio Rojas, en agosto último, los ataques a los medios y a sus trabajadores fueron una constante en la historia del chavismo.
Si bien el currículum de Rojas había tomado el camino de la militancia política y social, fueron sus denuncias desde los medios la que lo habían puesto en el ojo del huracán del gobierno.
Distinto había sido aquel caso inaugural, el de Quintana, cuyo único «delito» había sido el de publicar un artículo sobre posibles vínculos del entonces gobernador estadual, del entonces Eduardo Manuitt, con el narcotráfico.
Eran los días en que Chávez había comenzado a tomar distancia de sus aliados electorales, provenientes de los partidos tradicionales, para escudarse en las fuerzas armadas y ahondar en su relación con La Habana.
Pero fue justo tres años después, más exactamente el 1º de diciembre de 2002, cuando declaró abiertamente la guerra a los medios: «Ahora derrotaremos también a los medios de comunicación. Nosotros apenas comenzamos la contraofensiva y ya ellos están chillando y seguirán chillando porque plomo parejo es lo que van a llevar».
No hubo plomo parejo, pero sí cárcel, expropiaciones, cierres, exilios y compras compulsivas de medios.
El canal RCTV de Marcel Granier fue sacado del aire en 2007 cuando Chávez decidió no renovar la licencia y Globovisión, otro de los medios que había adoptado una posición frontal contra el autoritarismo oficial, fue vendido a empresarios cercanos al régimen luego de un sinnúmero de presiones gubernamentales.
Algo similar le pasó a El Universal o los periódicos de la Cadena Capriles. Peor suerte corrió El Nacional de Caracas, el periódico fundado por el poeta Miguel Otero Silva.
Asfixiado por las multas de la Justicia ante cada publicación que no era del gusto gubernamental, varios miembros de su directorio, con Miguel Henrique Otero a la cabeza, debieron primero suspender la publicación en papel en 2018 y luego abandonar el país ante la ola de amenazas de la que fueron objeto.
Pero a pesar de todos los atropellos, la marca registrada, el modelo que hizo mella en otros países suramericanos, fue la creación de un formato televisivo que aún hoy es el caballo de batalla para la difamación y escarnio de todo aquel que huela a oposición.
La Hojilla, el programa que se transmite desde 2004 en Venezolana de Televisión, el canal público venezolano, y que conduce el militante chavista Mario Silva.
Fue Silva y su programa, la piedra basal de lo que por allí abajo se conoce como «periodismo militante», término acuñado por el kirchnerismo a mediados de la primera década del siglo para separar la paja del trigo o, mejor dicho, periodistas amigos de los «enemigos».
Por eso La Hojilla no tardó en reproducirse en Argentina a través de 6,7,8, un programa hiperoficialista siempre listo a destruir el honor y el buen nombre de todo aquel que fuese crítico con el gobierno de la «Star de Hollywood» o con alguno de sus colaboradores.
El modelo comunicacional de eso que utilizó el eufemismo de «progresismo», se repitió en Ecuador, en los tiempos de Rafael Correa (2007-2017).
Allí el esquema se adoptó mediante lo que se conoció como «las sabatinas» correístas, pequeños informes dispuestos a desprestigiar y a atacar a opositores, intelectuales, críticos del gobierno que llevaron a cabo dos hermanos expertos en comunicación, Fernando y Vinicio Alvarado.
El primero fungió como secretario de Comunicación y aún hoy mantiene temas pendientes con la Justicia de su país, mientras que Vinicio fue el estratega de campaña del colombiano, Gustavo Petro, en su camino a la presidencia.
Más allá del nombre que ostentó en cada país, el modelo parecía surgido de la misma factoría comunicacional, lo que para algunos como para el experto venezolano en comunicación Antonio Pasquali, autor del clásico Comunicación y cultura de masas (1963) y fallecido en Reus en 2019, aquello «tenía toda la impronta de haber surgido en La Habana».
Hasta aquí el detalle de tan solo algunos de los múltiples casos de hostigamiento y persecución de la prensa y, por ende, debilitamiento de la democracia.
Suficiente para vislumbrar qué puede encerrar ese eufemismo trillado por el presidente de gobierno tras su retiro (¿estratégico?) de cinco días, el de «regeneración democrática» y de paso poner fin, según él, a esa «máquina de fango».
Se trata de un término acuñado en su momento por Umberto Eco para explicar la deshumanización del opositor y al que Sánchez parece apelar con fines de estudio y para tratar de dilucidar cómo sacarle mejor provecho al sumarlo a su utilería.
Pero antes debería reconocer que una denuncia no puede circunscribirse en el fango hasta que se demuestre lo contrario. Y eso es tarea de los jueces más que de los políticos, como es el caso del presidente de Gobierno.
Por ahora, lo que deja ver Sánchez, así como va transitando por las callejuelas del poder, es su plan de subsistencia y sus múltiples carencias. Tanto actorales como políticas.
Debería reparar un poco más en Karl y no tanto en Groucho para terminar de entender que la historia primero se presenta como tragedia y luego como farsa. Pero no hay caso.
De ese modo, ese final que le espera, más temprano que tarde, ya se lo podrían ir explicando –y mucho mejor– esos dos sudamericanos del café de antes que su amigo Zapatero. Y ¿por qué no? También en clave borgiana, para no sacarlo de Sudamérica. Porque, así como va, su final no es otro que el olvido. Ya sea como única venganza o como único perdón.
Originalmente publicado en el diario El Debate de España