Nada de lo que Pedro Sánchez haga, diga, intente o perpetre va a servirle de nada. Su futuro está escrito, es invariable y funerario: no se conoce ni se conocerá caso de presidente que sobreviva a una tormenta perfecta de inflación, tipos de interés alto, impuestos desmedidos y factura energética desbocada.
Eso ya es suficiente, pero en su caso añade otros dramas de cosecha propia: la quiebra de los valores constitucionales, el blanqueamiento del independentismo feroz, los ataques a la Monarquía, la resurrección de la dialéctica guerracivilista y una colonización ideológica y moral más propia de un régimen norcoreano que de una democracia occidental.
Sánchez, políticamente, es un cadáver irreversible, que se va descomponiendo en directo como una momia metida en formol barato y deja un olor a muerte progresivo agravado con cada palabra, cada decisión, cada silencio, cada exceso.
Es más sencillo que Franco resucite, para solaz del antifranquismo vintage que lleva años poniéndole un desfibrilador sin pilas, que Sánchez se recupere de una fosa que siempre fue honda y ahora es además séptica: nunca tuvo votos propios suficientes, pero aprovechó la irrepetible alineación de los astros que supuso la fractura en tres del centroderecha y la inédita sumisión a partidos antisistema para disimular su hedor a derrota y sumar hasta una victoria artera ya irrepetible.
Todo ello hace más innecesario e inexplicable su actitud: sabiéndose muerto, podía haber optado por relajarse y hacer lo correcto, pero ha preferido llevar el órdago hasta el final con las cartas marcadas y el ánimo de un tramposo proscrito en todos los casinos de España.
Ahora llegará al debate del Estado de la Nación con un despliegue de entusiasmo social y de cainismo político, pretendiendo que la grave crisis por él provocada parezca un accidente externo y presentando a la oposición, compuesta mayormente por hermanitas de la caridad, como a una franquicia castiza de los Ángeles del Infierno.
La realidad es que, por grave que haya sido el contexto, nadie ha tenido más recursos que Sánchez con los Fondos Europeos, la suspensión de las reglas fiscales y la enorme recaudación del Estado a costa de la miseria de todos.
Y nadie ha añadido gasolina a los fuegos del momento hasta provocar la mayor destrucción económica y la peor recuperación. Y con una oposición que, más allá de ocasionales escaramuzas, ha tratado al irresponsable de Moncloa con tanto sentido del pacto.
Y es en ese paisaje donde irrumpe el Sánchez definitivo, frentista e inútil, moribundo y arrogante, para desvelar su hoja de ruta visible incluso en Ermua: destruir la Transición para consolidar desde ese relato falso de nuevo cuño un proyecto de supervivencia personal en el que sus secuestradores aparezcan como decentes aliados.
El destierro de Juan Carlos I, la entrega a Bildu, los indultos a ERC, el desdén a la Corona, el acoso a la Justicia o el burdo intento de crear hasta un Ministerio de la Verdad responden a ese plan coronado con la visita al lugar donde murió Miguel Ángel Blanco pero no pudo ser enterrado: solo borrando la memoria puede anularse la historia y reconstruirse un proyecto a la medida nefanda de la coalición de forajidos que nos gobierna.
Y aunque todo ello vaya a fracasar y Sánchez esté más cerca de acabar como Ceaucescu que de retirarse como Merkel, el mero intento de un pequeño Calígula con pantalones apretados debe ser suficiente para entender el legado que va a dejar.
Lo único que va a hacer perdurable a Sánchez es su ausencia de límites. Y no entenderlo, sin ambages, equivale a prolongarlo. Incluso ya sin él oliendo a tumba desde lejos.
Artículo publicado en el diario español El Debate