OPINIÓN

San Esteban, un paraíso en el trópico

por José Alfredo Sabatino Pizzolante José Alfredo Sabatino Pizzolante

La ciudad marinera siempre atrapó a los viajeros, especialmente aquellos venidos de tierra germánica, que siguiendo los pasos del barón de Humboldt deseaban conocer por ellos mismos las muchas bondades del puerto y su bosque encantado. Naturalistas, pintores, comerciantes o simples viajeros desfilaron ante ella, algunos anónimamente y otros dejando testimonios de gran interés, dando cuerpo a una interesante mirada colectiva, a la que con frecuencia se suman nuevas visiones con las que nos topamos, de cuando en cuando, con ocasión de la investigación histórica. Entre estos testimonios inéditos, vale la pena citar el que nos dejara Wilhelm Erich Voigt bajo el título de Puerto Cabello, vivencias, reflexiones y observaciones, publicado hacia 1932 en la revista berlinesa Durch alle Welt. Lamentablemente, desconocemos las circunstancias y momento en las que se produce la visita del Dr. Voigt, quizá contaba con amigos en la importante comunidad alemana entonces radicada en el puerto, o simplemente se sintió atraído por las impresiones de los ilustres coterráneos quienes le antecedieron. Indudablemente allí siempre encontraría anfitriones dispuestos a guiarlo en su aventura.

Y qué mejor lugar para visitar que el bucólico San Esteban, valle cercano a la ciudad portuaria, asiento de antiguos vestigios indígenas, pintorescas residencias de criollos y extranjeros pero, muy especialmente, de una exuberante naturaleza de gran atracción para el visitante. El mismo valle que refiere Humboltd en su Viaje a las Regiones Equinocciales del Nuevo Continente, pero que por lo breve de su estancia al despuntar del siglo XIX no pudo conocer; el mismo que décadas más tarde será escrutado por Karsten, Appun, Bellermann y Goering, entre otros ilustres viajeros.

Luego de atravesar la calzada que une al poblado con la parte sur, el Dr. Voigt se encamina emocionadamente hacia el valle de sus amores, como él mismo lo llama. Es tal su emoción, que bien vale la pena dejemos sea el propio viajero quien se exprese: “¡Pero ahora, San Esteban en persona! Un europeo muy viajero exclamó entusiasmado en San Esteban: «¡Si alguna vez hubo un paraíso en la tierra, ha estado aquí! ¡Verdaderamente, San Esteban es un paraíso! ¡Qué poderio y qué esplendor encantador de este mundo vegetal siempre verde e incansable! ¡Esta es una verdadera abundancia tropical! ¿Y dónde querían buscar, sino aquí, donde se dan todas las condiciones? En este estrecho valle, rodeado de paredes de altas montañas, se genera un aire de invernadero continuamente caliente y húmedo. En su fondo profundo, el agua clara y fresca del río se precipita salvajemente a través de rocas cortadas en cubos una encima de la otra, deslizándose con gorgoteos a través de hermosas piscinas naturales. Las ramas de follaje denso se extienden por encima  de un techo de protección”.

El Dr. Voigt se maravilla de cuánto ve a su paso por aquel valle del cual nada de lo que escuchó decir, es superado por lo que se presentaba ante sus ojos: las hermosas y acogedoras casas de campo, principalmente propiedad de los comerciantes alemanes; el rugido de las fuerzas desatadas de la naturaleza, “cuando vierte del cielo, bajo los estruendosos truenos y los arroyos enfurecido que corren por las  montañas, arrugando la tierra, arrancando árboles, rompiendo rocas”; las danzas nocturnas con los escarabajos vivos que practicaban las mujeres indígenas “llenos de luz destellando en sus cabellos como un adorno incomparable, y sus delicados dedos con coloridas plumas de pájaro, artísticamente mezcladas con flores tropicales” y un inmenso bosque salvaje sin senderos, custodio de multitud de plantas tropicales y variada fauna.

El San Esteban precolombino también captaría la atención del curioso visitante, quien se adentra en direccion a Campanero, para detenerse frente a la enigmática Piedra del Indio, de la que escribirá en rítmica prosa: “… se hacen visibles signos extraños, principalmente cabezas, pero también animales enteros las representan. Líneas rectas, dobladas y rotas, aparentemente arbitrarias y en su mayoría incoherentes, dispersas sobre la placa. Como un libro de piedra, el último remanente de la humanidad de una época muy lejana en la que los nativos del país seguían disfrutando de su libertad. ¡Qué evento tan cambiante y contradictorio ha visto esta piedra desde que pasaron las hordas salvajes de conquistadores sedientos de sangre! ¡Todo se fue, sólo quedaba él, el testigo silencioso de un pasado hundido! Muchos investigadores se pararon frente a él y trataron de descifrar su escritura de misterio. ¿Pero es descifrable? ¿Acaso sus signos no son más que garabatos infantiles de un estado de ánimo instantáneo? O es así, como afirman los expertos, que estas piedras descritas, que se pueden encontrar desde el estuario del Orinoco hasta la Cordillera en la orilla del mar, en los cursos de los ríos y en las alturas de las montañas, indican el tren de la tribu caribeña de este a oeste, y que, dependiendo de sus diferentes figuras, querían capturar el recuerdo de las acciones heroicas de los caciques -cabezas y rostros- o lugares de culto -el sol siempre redondo y la luna en su forma siempre cambiante- monumentos funerarios, pies, cabezas, animales enteros: cocodrilos, jaguares, serpientes…()… ¿Quién quiere probarlo perfectamente?…”.

Las elucubraciones atrapan la imaginación de quien maravillado por aquellos grabados en piedra, termina preguntándose si hubo una conexión entre el viejo y el nuevo mundo antes de todos los tiempos históricos… Wilhelm Erich Voigt, sin embargo, no tiene las respuestas, limitándose solo a escribir: “La piedra permanece en silencio con todas estas preguntas, las montañas están en silencio por encima, e incluso el agua que corre incansablemente por debajo no da respuesta”. El viajero, ciertamente, pareció encontrar en aquel pedacito del trópico –San Esteban- un paraíso muy personal.