Durante nuestras vidas son miles los seres humanos que se nos cruzan en el camino. Estudios revelan que solo con pocas personas realmente intercambiamos intensamente a lo largo del tiempo, sí cruzamos palabras, muchas miradas, desarrollamos relaciones efímeras, pero pocos de estos encuentros son permanentes. Igual pasa con las centenas de palabras de nuestro idioma y las cuales solo usamos una fracción del léxico que disponemos. Es igual entre los seres humanos, con nuestros entornos más cercanos nos vinculamos, compañeros de trabajo, los amigos de la escuela, la familia, con uno que otro vecino. Allí están, pasa una vida y pocas veces tenemos la oportunidad de conocerlos a fondo, fotografiar sus adentros, escuchar sus silencios, percibir sus angustias, entender sus mensajes, percibir los llamados de zozobra que muchas veces nos hacen. Nosotros casi siempre encontramos a los demás de lado, en estos tiempos cada vez menos de frente. Pocas veces nos descubrimos de verdad, hablamos entre muchos sin escucharnos. Son solo las energías buenas de algunos seres las que solo a veces nos llegan, dicen que cuando alguien nos toca en el alma es porque hacemos sintonía, que nos abrimos solo a unos pocos y a otros muchos menos. Es, entiendo, como un llamado del interior, de nuestro ser íntimo, que en su capacidad de ser selectivo decide con quién quieres hacer el puente, cuál de tantos mensajes quieres aceptar, cuáles son los que tienen sentido, con cuáles te quieres identificar y a quiénes les creemos.
Así es la relación entre los humanos, tenemos distintas maneras de relacionarnos. No importa el origen, condición social, idioma, raza o lugar del encuentro. Hay almas que dan la capacidad de continuidad, de los que aprendes, los que te permiten ver más allá de tus horizontes. A lo largo de los años y después de convivir en tantos lugares siempre he tenido esa sensación.
En pocas palabras, aquellos que te hacen pensar, los que tocan la tecla de tu interior y te convierten en duda, en existencia, en búsqueda, esas son las personas que te dejan una huella, a diferencia de las que te dejan una cicatriz.
Salvador Franco, originario de estas tierras, de Cumaracapay, pemón, un habitante de la Gran Sabana, en el suroeste del estado Bolívar, aquí en Venezuela, fue uno de esos personajes que me topé en la vida y me permitió hacer eso, reflexionar. Totalmente opuestos, de origen, edad, de espacios y del tiempo. Solo bastaron 7 días juntos para que me permitiera aprender, cavilar, valorar la naturaleza, su espacio, su sentido de plenitud en la carencia, irradiando más nobleza y felicidad ante las limitaciones materiales, las dificultades físicas, que las que yo podía soportar. Nuestro encuentro fue casual. Una excursión al Tepuy Roraima, la tierra más antigua del planeta, donde el tiempo se detuvo, cuatro padres y cuatro hijos, uno de ellos era Salvador y su hijo. Nos guio a ese maravilloso espectáculo de la naturaleza, para nosotros un sueño, para él y su hijo parte del jardín que la vida les había otorgado. Salvador fue un hombre de silencios, de energía y sabiduría. Bastaron esos días de caminar intenso hacia la meseta para lograr hacer el puente, para descubrir un maravilloso ser humano, que de tanta nobleza me sacudía. La melodía de su idioma pemón de la familia Caribe nos maravillaba. El conocimiento de su entorno geográfico, su permanente amabilidad, su amplia cultura heredada de sus ancestros, su capacidad de transmitir conocimiento del manejo de lo que consideramos simple era todo un fenómeno para quien escribe estas líneas. No importan cuantos hombres de “nivel” me he topado en el camino de la vida, Salvador me dio sensación de ser un gran hombre, dueño de esa inmensidad, esa sabana, que, sin ser de su propiedad material, la poseía, la conocía como la palma de su mano. “Señor Oscar –me decía– claro que sí puede caminar más, ya va a llegar a la cima del mundo, va a ver algo maravilloso”, aún me retumba en los oídos. “Las ranitas negras lo esperan”. Solo su seguridad me daba fuerzas para seguir caminando, tres días de ruta sin mayor capacidad física sino el deseo de lograrlo, de no defraudar a mi hijo Oscar que tanto nos entusiasmó, hacer el viaje, solo padres e hijos. Pero Salvador era nuestra garantía, para todo tenía una respuesta positiva que daba tranquilidad, sabía demasiado sobre su entorno. La primera noche en el Roraima entendí el porqué de la grandeza de sus almas, a cada rato miraba al cielo, como esperando mensajes celestiales, casi tocaba las estrellas, tenían tantas historias de sus ancestros que era imposible no quedarse en silencio mientras nos contaba, con uno de sus hijos al lado, las enseñanzas que sus antepasados pemones le habían transmitido. Describía los orígenes del sol y de la luna y como se crearon los tepuys. En esas montañas están los espíritus de sus ancestros, nos relataba.
Convivir esos días con Salvador Franco fue toda una experiencia, fue un reto y un aprendizaje. Compenetrarse con un indígena Pemón, lleno de vitalidad y de sueños no fue cualquier experiencia de vida. Conocer a su familia, sus ritos y su entorno fue mágico. Cuánta vitalidad, cuánta capacidad para navegar los caminos de los tepuyes sin arrogancia, con la mayor de las sabidurías se apropiaba del espacio vital que han compartido generaciones tras generaciones, ellos son los originarios de esas maravillosas tierras.
Cuando me entero de la manera que muere Salvador no lo podía entender. Ese hombre noble preso, acostumbrado a la amplitud de la Gran Sabana, encerrado entre paredes, enfermando su cuerpo y su alma libre, fue sin duda un acto de crueldad. La pregunta: ¿qué pudo hacer tan grave este pemón, con quien conviví unos maravillosos días, que me enseñó tanto, que nos ayudó a aterrizar en la belleza simple de la vida para someterlo a tanto sufrimiento, a separarlo de su familia y de esa inmensidad de la Gran Sabana. No logro entender y con estas líneas solo dejo un testimonio del Salvador que conocí, el hombre bueno y sabio que llegando a sus 40 años en aquel momento me transfirió de qué están hecho los hombres grandes y buenos.
De esos miles de seres humanos que se nos atraviesan en el camino, fui un afortunado al conocerlo. Fue un privilegio que Manuel, Alfredo, Salvador y yo, con nuestros hijos, llegáramos juntos a la cima del Roraima; pero más privilegio que esa inmensidad fue conocer la bondad de una persona que nos abrió la puerta de su edén, que nos enseñó sobre la simbiosis con la naturaleza y que, al igual que nosotros, tenía sus sueños volcados hacia el hábitat, su comunidad y su familia.
Recordar a Salvador es recordar esa frase del pionero de la ética del desarrollo Denis Goulet, “abundancia de bienes y plenitud de bienes no son sinónimos: uno puede tener mucho y ser mediocre o tener poco y ser rico“. Salvador en su escasez nos demostró ser un hombre rico. Lo debemos guardar en la memoria de este país, un venezolano, pemón, víctima de la intransigencia del poder, de una injusticia, que murió por falta de atención médica oportuna. Ese espíritu libre que conocí no encaja en la acusación de terrorismo y asalto. Los que compartimos con ese indígena de estas tierras conocimos fue un hombre de paz y libertad.
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