Este año que termina fue un annus terribilis. Estas últimas semanas del año han estado particularmente llena de ansiedades y agonías existenciales para legiones de connacionales. Los titulares de diciembre traen en caracteres tipográficos destacados las tétricas cifras de miles y tantos venezolanos asesinados por la violencia hamponil-delictiva. Las espeluznantes cifras no incluyen suicidios ni desapariciones –forzadas o no–.
Naturalmente, no fue un año bueno ni, obviamente, un buen año. Las morgues de los hospitales compitieron con las colas en supermercados y panaderías para comprar un mísero mendrugo de pan. Aún a pocos días para que finalice diciembre, en el país hay colas obscenas para proveerse de un cilindro de gas doméstico. Hay que madrugar a las 3:00 am para hacer la cola y, con un poco de suerte, irse con la bombona entre las 10:00 am y 12:00 del mediodía. Idéntico panorama suele verse con la gasolina.
Annus horribilis este que vivimos los venezolanos de a pie, hórrido año de la escasez y la falta de lo esencial para alcanzar a sobrevivir a duras penas y verle “la cara” al día siguiente, en un país desvencijado que se cae a pedazos cada día que transcurre en medio de la hambruna generalizada que amenaza con diezmar a los sectores más vulnerables, desde el punto de vista físico y nutricional, de la población.
2019 fue testigo (estupefacto) de escenas dantescas: leímos con ojos de asombro noticias increíbles. Niños de apenas días de nacidos o meses abandonados en las terminales de pasajeros o en containers de basura, paradójicamente, en el país que subsidia economías de enclaves tiránicos que abochornan y avergüenzan la especie humana como Cuba, ese falansterio de la tristeza y la desolación, donde se pudre toda esperanza y se envilece toda aspiración, por moderada que sea, a la libertad de ser tan solo un ser humano más o menos normal.
2019 quedará grabado, con letras de sangre, en la frágil memoria de la nación como un año surrealista; ha sido el año cuyas estadísticas han roto toda cota y han rebasado con creces las más inverosímiles expectativas de desempeño socioeconómico que país alguno del hemisferio hispanohablante pudo haberse planteado en tan solo 12 meses. A lo largo y dilatado de todo este miserable 2019 presencié y padecí situaciones insufribles hasta el asco. Vi caer a mi lado gente, ciertamente aseada y más o menos bien vestida, con mareos y bajas de tensión o hipoglicemias producto del hambre atroz que aguijoneó hasta los tuétanos la naturaleza biopsicoemocional del venezolano. En no pocas oportunidades, a la salida de una panadería, tuve que dejar parte de lo poco que pude comprar a gente que me partió el alma al tenderme su brazo tembloroso y débil por el hambre y yo sobreponiéndome a la realidad con ojos aguados tuve que sucumbir a las irresistibles demandas y clamores de la vieja añosa y desdentada hermana de la muerte que tiene mil nombres pero siempre la identificamos por el mismo: el hambre.
Este año tampoco hubo medicinas. Ni antibióticos, ni quimioterapias, ni antihipertensivos, ni tratamientos para el VIH… Quien enfermó este año 2019 y no pudo tratarse a tiempo y procurarse las medicinas a precios indecibles, ya a esta hora hace rato cruzó El Rubicón de este resto de vida que le queda a la Venezuela que una vez conocimos.
Los ojos de hermosas mujeres ya no brillan como hace apenas unos dos o tres años. Las hermosas y perfectas nalgas de las damas que exhibían sus golosos glúteos al ritmo de sus tongoneos pelvianos y pubo-coxígeos en centros comerciales o lugares públicos concurridos, hoy son disminuidas carnes flácidas ataviadas por blue jeans que ostentan costuras evidentes y revelan la flacura y delgadez dejada por las miserias de una vida que no merece llamarse vida. Este ha sido el año del abatimiento social y el desasosiego existencial generalizado; el año de la parálisis colectiva, el de la carraplana y el desastre nacional. Fue, también –ex aequo– el año del hundimiento del tristemente célebre “petro”, ese macabro invento de la “revolución bolivarera y bolivaresca”. Durante este mes me fumé una caja de cigarrillos y cada cigarrettes lo encendí con un billetico “soberano” de 500 bolívares, señal cínica del auténtico valor de nuestra vapuleada moneda nacional.
Paradójicamente, durante este año infame en todos los órdenes de la vida, leí más que durante años anteriores, “pesqué” más libros digitales en formato electrónico y mi Kindle se convirtió en mi inseparable artefacto electrónico que me ayudó a sortear no pocas crisis e impasse de índole tan dispares pero todas desencadenadas por la hecatombe social y el hundimiento moral, para no hablar de la disolución gradual pero sistemática del cuerpo social.
En las “malas” se conocen los verdaderos amigos. Este año fue testigo de genuinos afectos que me escribieron y me llamaron por teléfono. Yo, por supuesto, hice otro tanto con ellos. Me sentí verdaderamente querido y eso en un país quebrado y despedazado por el odio no es poca cosa. No me puedo quejar y, efectivamente, no me quejo; antes bien, celebro con alegría de sobreviviente la vida que me trae el brillo del sol junto con el canto del pájaro en las mañanas sobre mi ventana. Muchas nubes negras se cernieron sobre los cielos de mi amada Venezuela laboriosa y estudiosa, pero siempre salió un rayo de sol que iluminó el horizonte.
Y a pocos días para que finalice el año viejo hago votos sinceros por la salud espiritual y física del país que resiste a los avatares del naufragio nacional.