Pocas realidades tienen un impacto tan decisivo, cotidiano y estructural como el salario de los trabajadores. Cuando digo trabajadores no hago distinción entre los que se desempeñan en el sector público (que en Venezuela trabajan bajo coacciones simplemente aberrantes) y los que pertenecen al sector privado, alrededor de 20% del total. En líneas generales, las condiciones de estos últimos son mejores. Pero cuando digo mejores, esto no debe leerse como que son buenas: en Venezuela no hay trabajadores que reciban el salario que su trabajo merece: tal es la primera y más brutal consecuencia de la política económica de Chávez y Maduro, el resultado de un cuarto de siglo de acoso a la productividad y de destrucción de empresas.
La simple observación de cualquier gráfico del comportamiento del salario mínimo venezolano entre 1999 y 2024 resulta insólita: una abrupta y constante caída. Se representa con una pendiente grotescamente vertiginosa, la de un salario que sobrepasaba los 200 dólares y que ahora ha alcanzado la cifra vergonzante, siniestra e inútil de 3,62 dólares. No es un error: se trata de una cifra que no alcanza los 4 dólares, y que continuará deteriorándose en las próximas semanas y meses, toda vez que la inflación continúa devorando lo que encuentra a su paso.
Que yo escriba a continuación lo previsible, que el salario mínimo de Venezuela es el más bajo de América Latina, quizá no sea tan revelador como anotar los de otros países actualmente: en Costa Rica es de 687 dólares, en Uruguay de 570 y en Chile de 521. Incluso en países pequeños como Guatemala, Paraguay y El Salvador, los montos son de 417, 367 y 365 dólares, respectivamente. Un dato más para poner en evidencia el carácter devastador del salario mínimo de la revolución bolivariana: el monto del penúltimo de la lista, Argentina, es de 152 dólares, 43 veces más alto que el venezolano.
La revisión del factor salarial en Venezuela es indisociable de la inflación, la otra fuente de destrucción creada por la acción económica del chavismo-madurismo. Piensen los lectores, especialmente los que viven en otros países, en estos incrementos de la inflación en Venezuela, desde 2015 hasta ahora: más de 120% en 2015; más de 255% en 2016; más de 438% en 2017; más de 66.000% en 2018; casi 20.000% en 2019; casi 2.400% en 2020; casi 1.600% en 2021; más de 190% en 2022 y más de 360% en 2023. ¿Es necesario añadir que, mientras los precios no han dejado de escalar y escalar, los ingresos de los salarios en Venezuela no han dejado de hundirse y hundirse, al punto de que para adquirir la cesta básica alimentaria mensual ahora mismo son necesarios 200 salarios mínimos? ¿Cómo reaccionar ante la atrocidad de que el salario mínimo en Venezuela equivale a 0,5% del costo de la cesta básica?
A este panorama desolador hay que añadir que los trabajadores del sector público en Venezuela suman 5,5 millones (alrededor de 75% de la población activa), es decir, 5,5 millones que tienen ingresos pertenecientes a la categoría de pobreza extrema. Son 5,5 millones de ciudadanos con sus familias, sumergidos en medio de una economía dolarizada, especulativa, regida por una oferta de productos importados, cuyo objetivo principal es atraer el consumo del 5% de las familias que tienen ingresos en dólares, mientras el 95% restante queda desplazada a esa mayoría, cada vez más empobrecida, cada vez más agraviada, cada más desesperada porque se produzca un cambio político sin más demoras.
Como si lo dicho hasta aquí no fuese castigo suficiente, está el aspecto más amenazante para los trabajadores del sector público: el patrón de esos 5,5 millones de venezolanos no es otro que el Estado represor, el Estado que viola los derechos humanos, el Estado que secuestra a dirigentes sociales y sindicales, los desaparece, les fabrica expedientes, les dicta penas ajenas a cualquier lógica, sobre delitos que no existen. El otro elemento que no puedo dejar de mencionar del odio del régimen hacia los trabajadores lo constituyen las múltiples formas de represión que uniformados militares y policiales, en coalición con paramilitares, ejercen contra docentes y trabajadores del sector salud, entre muchos otros. Para mí es imborrable la escena grabada con un teléfono en la que un general de la Guardia Nacional amenaza a una docente que protestaba con llamar a un colectivo para poner fin a la protesta.
En vez de establecer un salario mínimo que se aproxime a los precios de la economía dolarizada, el poder crea unos bonos coyunturales; distribuye bolsas de comida vencida, precaria o portadora de insectos y alimañas; hace anuncios de falsos aumentos; le quita ceros a una moneda inservible para manipular las cifras; ejerce feroces mecanismos de control social para imponer el silencio y evitar las protestas.
Y así llego a la cuestión de las sanciones: si existe alguna relación entre el alivio de estas y el ingreso de los trabajadores. Si, como afirmó el gobierno en tantas oportunidades, es cierto que la precariedad salarial era atribuible a las sanciones, y de ser así, de qué modo los trabajadores del sector público (y, en consecuencia, el conjunto de la sociedad venezolana) han sido beneficiados, por ejemplo, con los 4.000 millones de dólares que han generado las autorizaciones a Chevron o el número incuantificable -también en millones de dólares- que ya no pagan por vender petróleo a operadores al margen de la ley.
¿Ha mejorado el salario mínimo? ¿Se han reconocido los derechos de los trabajadores? ¿Ha cesado la vigilancia y la persecución? ¿Ha mejorado la cantidad y calidad de las bolsas que reparten los CLAP? ¿Se ha regularizado su distribución? ¿Se ha creado algún programa para atender a los cientos de miles de niños en estado de desnutrición distribuidos en todas las regiones? ¿Ha mejorado la dotación hospitalaria?
¿Ha ocurrido algo distinto a la compra de armas y equipamientos, de reforzamiento de la vigilancia social? ¿Algo distinto al aumento de gastos exacerbados en propaganda o de obras -como el estadio de La Rinconada- para simular prosperidad? ¿Ha beneficiado a millones de familias venezolanas el alivio de las sanciones? No. No ha ocurrido ningún cambio. Con Maduro y sin sanciones, el hambre sigue, la pobreza se extiende.
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