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Sabú Abú

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A mi querido amigo y maestro Rodolfo Izaguirre en sus 92.

Actor. Ser actor… Él sabía que su destino estaba sobre un escenario. Lo anunciaban las herencias recibidas de padre y madre, así como de las abuelas y abuelos que levantaron a sus familias con la gracia suficiente para encantar, la capacidad de transformarse con las magias del cuerpo, el ingenio bien temperado y el sudor de la lengua de tanto contar historias con gracia. Pero la buena fortuna la creyó mayor cuandoencontró un rumbo en el cine.

Parte de esa heredad incluía eso que se conoce como el buen gusto, el buen humor y, además, una destreza magnífica para dibujar y pintar. Desde los primeros años en la escuela, hubo señales de poder llegar a ser un pintor de obras de arte, nada menos. Así habían dicho sus maestros y así entonces lo había escuchado él mismo y toda su familia. Hacia el final de su corta vida, esta virtud le permitió comer con decoro, aunque con austeridad, porque en sus últimos años, con la habilidad de quien engasta una joya, fueron la pintura, el diseño y la creación de jardines las habilidades que le dieron suficiente para mantenerse con la nariz afuera. Se había convertido en jardinero de oficio y trocaba en rosales hasta los desiertos más áridos.

Pasaba horas entre montes y ortigas, desmalezando y limpiando las plantas de plagas y parásitas. Donde estuviera destinaba un espacio para convertirlo en una clínica para las matas enfermas hasta que las curaba y luego las trasplantaba. Tenía las piernas enconadas de tanto pincharse con tanto abrojo y tanta espina de rosa. Ya la circulación venía dando señales negativas, lo mismo que la cicatrización. No estaba bien de salud. Lloraba en silencio, hacia adentro, con cicatrices de soldado forzoso, penurias de desterrado y sucesivas nostalgias repentinas por los años cuando era el muchacho de la película.

Había venido de la provincia como casi todos los ahora citadinos. Bueno, él había nacido en la capital, pero su familia venía del interior con sus modos y costumbres. Así que él, por herencia, también era un campuruzo. Así le llamaban y bastante que lo jodían en la escuela y luego en el liceo. Le decían campuruzo, campechano, montuno, animal del campo, bicho de monte y una cantidad mayor de apodos. Todos dichos con desprecio y, a veces, hasta con rabia.

Él, muy orgulloso de sus orígenes, se ocupaba de acentuar más su forma de ser, de hablar con el cuerpo, de mandar su voz libérrima donde estuviese y a todo volumen hasta cuando compartía un secreto. Así como de hablar finamente y con las palabras más justas de ser necesario. Entonces, su voz podía ser suave, cautivadora, así como potente, escandalosa y llena de giros que resultaban jeroglíficos para sus pares. No le importaba un carajo soltar un improperio o llamar por su nombre a las partes del cuerpo. Para él era totalmente natural decir palabras domingueras, como se las reconocían, o de proferir a voz en cuello lo que para los demás eran groserías, garabatos, indecencias ¡Y esas muchachas y esos muchachos se encantaban o se espantaban con tanto palabrerío y se reían hasta mearse! «¡Boca sucia!», le gritaban después de contar algún chiste rematado traviesamente y hasta con escatología.

Cuando el petróleo y las minas se convirtieron en el combustible de la economía nacional, la gente de los campos dejó su terruño y se arrimó a las capitales que apenas empezaban a formarse. El campo se quedó solo y las montañas que hacían el valle de la ciudad principal, allí, donde estaba el margen, y los terrenos eran baldíos, allí empezaron a levantar casas y casas y casas de distintos tamaños y arquitecturas atrevidas. Bueno, casas en mucho decir…primero fueron hechas de cartón y lata, de trozos de madera y planchas de zinc. A medida que iban consiguiendo trabajo y ganando algún dinero, iban cambiando los aspectos de sus nuevos hogares con ladrillos y cemento que iban subiendo en el hombro desde la pata del cerro. Así entonces se levantaron los primeros barrios y allí creció él en uno de ellos.

Famoso mundialmente por dos películas, una cuando tenía 16 años y otra apenas a los 18, siempre pareció que la buena fortuna le acompañaría siempre. Sin embargo, los odios de las guerras habían torcido los propósitos y le habían forzado a separarse de su terruño, de sus querencias.

Pero antes de la guerra ya había pasado por muchos oficios: jinete de elefantes en Calcuta, así como en Bombay y en Nueva Delhi, donde había aprendido de su padre a cariñar tanto a los elefantes como a otros paquidermos. Guía de turistas en el pueblo de Agra en la ribera sur del río Yamuna, donde desde pequeño insistía en contar con gracia, propiedad y precipitación sobre los amores del emperador Shah Jahan por su tercera esposa Muntaz Mahal a quien le había construido aquel enorme mausoleo hecho con arenisca roja y mármol blanco después de morir pariendo a su decimocuarto hijo. Se encantaba contando y haciendo imaginar la réplica opuesta, es decir, el mausoleo negro que el emperador había soñado para sí, que nunca llegó a construirse y que pondría enfrente del de su amada. Y hasta se atrevía a decir que esa sí era la octava maravilla del mundo. En medio de aquella aridez, a él le había tocado con el tiempo ser también jardinero de aquel templo para el amor hasta convertirlo en un Paraíso. Toda una corona para la primera dama del palacio del corazón del emperador.

Sí, venía de la India lejana y legendaria, sabía andar en la selva, así como por el desierto con desempeño líquido y facilidad jabonosa. Había aprendido a montar elefantes en amorosa correspondencia con esos animales enormes. Se le daba bien hasta con los insectos, los peces y los delfines, así como con los osos, las panteras negras y los tigres de Bengala. Luchaba y corría con habilidad de chimpancé. Su mirada enternecía a quien le viera. Era risueño y sonreía hasta con sus ojazos negros. Tenía un cuerpo hecho de fibras. Su piel morena era, justo, el color de los artesanos. Era un hermoso y carismático joven. Desaparecía y volvía a aparecer en forma de perro, gracias a artimañas de cinematografía antigua que lo volvían nuevamente humano para seguir ayudando a su amigo de la historia y este pudiera volver a reunirse con su muy amada princesa.

Pero, aquel día fatídico amaneció en la calle, tal como venía ocurriéndole desde hacía varios años. Estaba durmiendo dentro de un galpón abandonado cuando un grito desde la calle entró por la ventana como una pedrada. Se levantó muy sobresaltado del ruido y salió corriendo como si lo perseguía alguna bestia. No alcanzó a cargar con sus herramientas, pero sí con el saco que le servía de almohada. Al grito anterior se le unieron los gritos despavoridos de una mujer en llamas. A dos meses de casada se había prendido fuego hastiada de ser maltratada por el marido que le insistía en que se cambiara de color con potingues de crema blanca. El hombre no soportaba que ella fuese así y no se cansaba de llamarla negra. Sabú se enteró por el grito como pedrada y el consecuente vocerío de las vecinas. Se fue detrás del hombre, lo encaró y le golpeó la cabeza con el saco lleno de trapos de pordiosero. El hombre cayó largo en el piso de tierra. Las mujeres aplaudieron al antiguo muchacho de la película como lo habían hecho tantos públicos de sus exitosos filmes.

Matar o morir es consigna de todas las guerras, pero eso no era lo suyo. Lo suyo era vivir y hacer todo y más para que los otros tuvieran una vida mejor. Lo suyo era la vida a todo dar hasta hacerlaflorecer. Pero, como una cosa es la que se desea y otra la que la realidad nos presenta, le había tocado estar en unas guerras que no eran suyas y pelear además por un país que tampoco le correspondía. Pero, él fue y lo premiaron por su valentía. Pudo sobrevivir y hasta le dieron medallas de honor, pero esas chapas doradas no sirven para nada sino para el ego y eso tampoco era con él. Y, como siempre ocurre, las guerras dejan traumas en la cabeza y heridas en el alma. Había quedado muy susceptible a los gritos, a las pedradas que estrellan ventanas, a los ruidos extraños y a los sonidos agudos.

De manera que aquel susto le produjo un intenso dolor en el pecho. Ya no era el mismo héroe de sus películas de mozo. Tambaleando, se alejó hasta llegar a la sombra generosa de una secuoya milenaria y allí se echó a respirar hondo con el brazo izquierdo dormido. Con el derecho, comenzó a darse golpecitos en el timo, pero el dolor insistía y se hacía más fuerte. Quiso salir corriendo como por dentro de El libro de la selva, quiso llamar a Kipling para que lo auxiliara. Llamó a su amigo querido a ver si, convertido en duende del pozo, podía salvarlo. Clamó por la princesa a ver si su padre podría interceder, pero el rey estaba jugando con uno de los juguetes de su colección, apreciando sus virtudes mientras se atusaba el bigote y las barbas. Quiso montarse en el caballo blanco que atraviesa los cielos. Quiso ser más viejo, pero no morir a los 39 años. Se propuso correr con su agilidad de mono a ver si se saltaba a la turba de los comerciantes y se trepaba por los techos de Bagdad. Buscó su botella en la mochila que estaba vacía a ver si, frotándola, lograba hacer aparecer al enorme genio salvador y le concediera el deseo de prolongar su corta vida. Pero, las fuerzas no le dieron. Murió de un infarto agudo de miocardio, como se lo había vaticinado una hechicera y se lo había ratificado una doctora del servicio social.

Lo que nunca supo fue que el enorme genio sí le complació en su secreto deseo de perdurar y así sus dos películas de mozo se hicieron mundialmente memorables. Tanto El libro de la selva como El ladrón de Bagdad, todavía podemos verlas hoy día gracias a las bondades del formidable espíritu. Sí, todavía podemos disfrutarlas y así recordar a Abú, el ladrón; hijo de Abú, el ladrón y nieto de Abú, el ladrón, personaje inolvidable encarnado por Sabú, el actor; hijo de Sabú, el actor y nieto de Sabú, el actor.

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