Con la expresión latina Horror vacui se suele explicar, especialmente en las artes plásticas, el temor a la nada. Se empleó, en principio, para categorizar la sobrecarga ornamental del barroco y sus derivaciones extremas —rococó, churrigueresco—, pero podríamos aplicarla a la angustia y desazón concitadas cuando la indecisión inmoviliza nuestros dedos sobre el teclado del computador y, con los ojos claros y sin vista, quedamos embobados ante la parpadeante pantalla, preguntándonos por dónde empezar cuando se acumulan, como en estos días, trágicos y variados acontecimientos. La pandemia y las sucesivas mutaciones greco alfabetizadas del SARS-CoV-2 siguen acaparando la atención mediática. Al terrible flagelo chino se suman no solamente catástrofes naturales asociadas al cambio climático y el calentamiento global —torrenciales aguaceros, vaguadas, inundaciones, huracanes, tormentas, olas de calor—, sino nuevos y dramáticos episodios de la tragicomedia humana, cual el paciente (y finalmente vertiginoso) retorno del talibán —«ustedes tienen los relojes, nosotros el tiempo»—, y la retirada de Estados Unidos y la OTAN de Afganistán, después de 20 años de intervención a objeto, según se esgrimió en calidad de alegato, o más bien coartada, de combatir a Al Qaeda y castigar —ejecutar— a Osama bin Laden, responsables confesos de los ataques al World Trade Center (Torres Gemelas) y al Pentágono, perpetrados el 11 de setiembre de 2001. Se cumplen 20 años de aquella apocalíptica y temeraria incursión, solo comparable, dada su trascendencia y consecuencias, al bombardeo de Pearl Harbor y, aunque Norteamérica crea haber saldado a un costo muy alto sus cuentas pendientes con el terrorismo fundamentalista, este, redivivo y triunfante, continúa representando una amenaza incuantificable a la paz y estabilidad de Occidente. En Venezuela, la islamofobia se reduce a la suspicacia basada en el auge comercial de ciudadanos de origen árabe, hermanados afectiva, política y económicamente al ministro bueno para cualquier cosa, incluso las de escasa o ninguna importancia, Tarek el Aissami, quien, se conjetura, estaría vinculado a Hezbolá —vox populi, vox Dei—. Como se habrán percatado los lectores, ya superamos, a la chita callando, el síndrome de la página en blanco: podemos, entonces, continuar machacando las teclas con variaciones sobre los temas acostumbrados.
Comencemos con la mencionada pandemia. No llega a 3% la población venezolana inoculada contra la maldición amarilla, y buena parte de ella, la vacunada con la Sputnik V, no ha recibido la segunda dosis. Ni la recibirá, al menos no en el lapso indispensable para garantizar su inmunización. Deberá, pues, esperar otro turno al bate. Esta morosidad, advierten infectólogos, virólogos y epidemiólogos podría multiplicar exponencialmente el número de contagios en el país; un país, además, bajo las aguas —van más de dos decenas de fallecidos en Mérida a causa de las inundaciones—, como resultante no solo de las precipitaciones y los desbordamientos inherentes a ellas, sino a la crónica desidia y falta de previsión del régimen.
Continuemos con el informe consignado el martes por el gobierno de facto ante la Fiscalía de la Corte Penal Internacional, en el cual, informó la vicemaduro, se culpa de crímenes de lesa humanidad a Estados Unidos por las sanciones impuestas a funcionarios y cómplices de la barbarie socialista. Otra irrisoria maniobra de distracción destinada a ser desestimada en La Haya y a poner nuevamente en ridículo al rapsoda del Ministerio Público y lamentable caricatura del acusador público Antoine Quentin Fouquier Tinville. Cuando uno lee sobre esta y otras payasadas de igual calibre, le asalta el temor a ser tildado de pendejo por quienes nos gobiernan a juro; no obstante, con base en semejante menosprecio llevan 22 años aferrados al mango de la sartén. Al tomar conciencia de tan prolongada sumisión a un modelo mafioso de dominio y control social, manejado por toda suerte de facinerosos de la peor ralea, la aprensión deviene en convicción: no nos consideran pendejos, ¡somos! Y si damos una vuelta adicional a la tuerca de tal creencia, deberíamos concluir: ¡y también cobardes.
Prosigamos con el cónclave en suspenso orientado a suscribir, barruntamos, un pacto de respeto al ordenamiento constitucional. Quienes, asumida la doble condición de tontos y pusilánimes, aún no tiraron la toalla, se sentirán tentados de hacerlo si prestan oídos a precipitadas apreciaciones subjetivas con relación a las posibilidades de avanzar hacia la normalización del país, y prefiguran un concubinato entre la dictadura y una oposición meramente decorativa. De entrada, sostiene más de un Maquiavelo de tribuna, con la sola presencia en México de Nicolasito y el plenipotenciario Rodríguez, Maduro se hizo de un tácito reconocimiento.
Observadores optimistas y supuestamente menos emocionales, adjudican, cual se tratase de una partida de ajedrez, una ventaja de posicional al equipo de Juan Guaidó en la apertura de un previsiblemente agotador torneo de reuniones y discusiones. De momento, entre vivas y abucheos, esperanzas e incredulidad se ha abierto un compás de espera.
Anomalías y asimetrías detectadas en los encuentros fuera de focos de los bandos en lisa, explicarían, a guisa de ejemplo, el escepticismo de opinantes como Ibsen Martínez, quien en su más reciente columna no ocultó su pesimismo: «No espero nada de las negociaciones entre el chavismo y la oposición venezolana, como no sea la definitiva instauración de un prolongado ‘modus vivendi’ entra una satrapía cleptócrata posmoderna y el corpúsculo motriz de un inconducente gobierno de harvardianos en el exilio» (“Pedir la cola”, Leyendo de pie, El País, 24/08/2021). No únicamente la desilusión empaña el discurso crítico. A pesar de los apoyos y buenos deseos de la comunidad democrática internacional, se advierte una meditada preocupación en países de la región. Al respecto, conviene transcribir un fragmento del análisis encargado por El Nacional a John Mario González, columnista de El Tiempo y miembro del Consejo Superior de la Universidad Central de Colombia: «El afán por un triunfo internacional de López Obrador y su canciller Marcelo Ebrard, lo mismo que de Noruega y su diplomático Dag Nylander, puede postrar a la oposición a la categoría de mero satélite y decorativa de un régimen típicamente despótico. Negociar con Maduro, como si la mesa estuviera balanceada, no solo es desconocer la precariedad actual de la oposición, reventada por sus divisiones, golpeada por la diáspora de los venezolanos que se hastiaron de las penurias, sino que puede ser tan ingenuo como ignorar los elementos más sutiles de control del sistema. Si los quiebres o crisis de gobernabilidad, o de esplendor de la democracia venezolana contemporánea, han estado asociados inexorablemente al deterioro o auge de los precios del petróleo, cabría imaginarse la elasticidad del régimen en adelante con precios del petróleo en ascenso». Extensa la cita, pero pertinente.
Con el precedente punto y aparte, entramos en la recta final de estas líneas. Será corta y seguramente concite dudas, interrogantes y algo de inquietud —no mucha, espero—. Entre aplausos y abucheos, certezas y escrúpulos, nadie o casi nadie se pregunta a santo de qué Nicolás junior tiene voz, voto y vela en un nada improbable entierro del optimismo opositor. El primogénito —se pudo leer en el portal Infobae— es la pieza fundamental de la estructura criminal del régimen. Su rápido ascenso dentro del nico chavismo lo hizo en medio de acusaciones de corrupción, contrabando y abuso de su privilegiado parentesco con Bigotes. Al margen de tan espesas imputaciones, allí está, como si nada, el heredero natural del trono miraflorino. ¿Serán las negociaciones en pleno desarrollo su plataforma de despegue a las supremas alturas del poder? «Sabrá Dios, uno no sabe nunca nada», cantaba Lucho Gatica. Y es todo por hoy domingo 29 agosto, Día Internacional contra los Ensayos Nucleares, bueno para recalcar que, si se desea arrasar una nación, no se requiere de una bomba atómica; para muestra, un botón llamado Venezuela.
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