Hace algunos días me encontré con un rusoplanista. Fue para mí como una revelación. Dudaba de su existencia fuera del ámbito virtual de las redes sociales pero, como Santo Tomás, se me dio la oportunidad de comprobar por mí mismo que no todos son bots. Aunque, en mi caso, ahí termina cualquier posible comparación con el santo. No vaya a pensar el lector que veo en mi experiencia milagro alguno.

Fue el rusoplanista quien me reconoció –es la desventaja de salir en televisión– y se acercó muy ufano a explicarme una de las consignas que hoy están de moda entre los de su especie. «Para mí», me dijo como si se tratara de una opinión propia, «Ucrania es tan rusa como Asturias española». Cosas del rus de Kiev, ya sabe el lector.

No es una idea particularmente imaginativa. Algo parecido dice el ISIS sobre el califato de Córdoba. Dirá el lector: ¿a quién le importan los sueños de gloria del ISIS? Vale, ellos no podrán cumplirlos. Pero China es ya la segunda potencia del mundo y cada día nos da serios motivos para preocuparnos con argumentos parecidos a los de Putin.

Con creciente frecuencia, leemos en las noticias que buques de guerra chinos acosan a patrulleros o pesqueros filipinos en el mar de China Meridional.

Xi Jinping asegura que todo él le pertenece porque así figura en un mapa de la dinastía Qing. El mar, mucho mayor que el Mediterráneo, baña también las costas de Vietnam, Malasia, Brunéi y Filipinas. ¿Que los derechos otorgados por mapas de extintas dinastías imperiales no están contemplados en la convención de Naciones Unidas sobre el derecho del mar? ¡Qué importa! ¡Habrá sido un olvido!

Como cabría esperar, ni Putin, ni Xi ni el ISIS; ni, antes que ellos, Milosevic o Saddam Hussein, mencionan a ninguno de los otros propietarios, actuales o pretéritos, de los predios que quieren reconquistar. Es como si, con las armas de hoy, se sintieran capaces de rectificar las muchas vueltas que ha dado la historia.

Las dos variantes del rusoplanismo

Como seguramente sabe el lector hay dos especies diferentes de rusoplanistas, los de derechas y los de izquierdas. Estos últimos están de capa caída, víctimas de sus contradicciones internas.

En realidad, ni siquiera les cae bien Putin, como no les cae bien Hamás. Solo el afán de llevar la contraria a los EE.UU. justifica su apoyo a ambos.

Pero, al tener que hacerlo en todas partes, se les ve el plumero. ¿Cómo justificar su deseo de entregar parte de Ucrania a Putin para comprar la paz, pero de ninguna manera ceder territorio alguno a Netanyahu por el mismo motivo?

A los rusoplanistas de derechas –y no estoy hablando de ninguno de los dos partidos políticos nacionales, que mantienen posturas razonables sobre la invasión de Ucrania– sí que les atrae el dictador ruso.

Esclavos de vocación, creen que lo que el mundo necesita son amos, no libertades. Suelen negar que Putin sea un criminal, pero solo lo hacen por discutir porque en realidad piensan que Navalni, Prigozhin o el desertor ruso acribillado en Villajoyosa –por cierto, sin que se haya retirado ningún embajador– tuvieron lo que merecían.

De hecho, cuando se les presiona sobre los crímenes de Putin –son demasiados muertos para ser fruto del azar– los rusoplanistas suelen cambiar de estrategia para asegurar que criminales somos todos.

O eso me dijo el espécimen que habló conmigo, que sugirió que yo mismo podría ser considerado un asesino por haber sido militar.

¿A quién pertenece Crimea?

De todos los argumentos que emplea Putin para justificar la invasión de su vecino –hay muchos donde elegir– los que más atraen a esta corriente del rusoplanismo, hoy mayoritaria, son los históricos.

Crimea, es cierto, fue rusa antes que ucraniana. Y antes había sido otomana. Y, remontándonos en el tiempo, fue bizantina, goda, romana y quién sabe –aparte de Google– de qué pueblos más.

¿Por qué defender que debe pertenecer precisamente al penúltimo de sus propietarios y no al anterior o al siguiente? Puede argumentarse que Rusia se la arrebató al imperio otomano por el derecho de conquista, que estaba vigente en la época en la que ocurrió. Así pues, no tengo inconveniente en admitir que Rusia fue legítima propietaria de Crimea.

Ciertamente, no fue por derecho de conquista, abolido en 1945, como llegó Crimea a manos de Ucrania. Fue una decisión política de Kruschev, líder de la URSS. ¿Qué así no vale? Quizá podría discutirse la legitimidad de la cesión una vez que la disolución de la URSS, por cierto liderada por la Federación Rusa, alteraba el escenario en el que se tomó.

Sin embargo, sería un debate estéril porque Yeltsin reconoció la propiedad ucraniana a cambio de las armas nucleares que Kiev heredó de la URSS. De eso iba el Memorándum de Budapest de 1994.

Y, una vez vendida la casa, ya no cabe reclamar derechos históricos sobre ella. No sin, por lo menos, devolver el dinero al comprador. O, en este caso, las armas nucleares que Ucrania entregó a cambio de la seguridad de sus fronteras.

¿Existe Ucrania?

Pero no se trata solo de Crimea, que seguramente será tan difícil de recuperar como Jerusalén Este para los palestinos.

Putin va más allá y dice que Ucrania no existe. Y allí van detrás, como en el cuento del flautista de Hamelin, todos los rusoplanistas.

A los ucranianos, como es lógico, no les dice lo mismo el dictador. Cuando se dirige a ellos, les asegura que rusos y ucranianos son pueblos hermanos. Habrá que deducir que el segundo de esos pueblos no tiene casa y vive en Rusia de realquilado.

La polémica es tan artificial que parecería una broma si no fuera por las escenas que vemos en la televisión, que muestran a personas de verdad, algunos combatientes y otros no, muriendo por un asunto que estaba resuelto cuando Yeltsin se equivocó escogiendo a Putin como su sucesor.

Pero ¿existe Ucrania o no? Lo cierto es que ninguna nación existe hasta que lo hace. Unas tienen ya muchos años y otras menos. Las más antiguas son hijas de la guerra o de los derechos dinásticos de los monarcas. Algunas de las más recientes –y no puede verse en eso más que una muestra del progreso de la humanidad– son producto del acuerdo entre las partes. Así nació la moderna Ucrania, y nada tiene que avergonzarse de ello. También así debería nacer Palestina.

En ausencia de acuerdo –no siempre nos portamos civilizadamente– han sido las Naciones Unidas las parteras de estados como Israel, al que alguna vicepresidenta del Gobierno español querría hacer desparecer en beneficio de una Palestina que, cuando se avenga a razones –pero no antes– también merece existir.

Curiosamente –y este virus distorsionador de la perspectiva afecta más a los rusoplanistas de izquierdas– mientras no se ven claras las razones para reconocer la existencia de una Ucrania que ingresó en la ONU en 1945, no cabe objetar nada a la de Palestina, que jamás ha existido como Estado independiente. Cosas de la política.

Los derechos de los demás

Yo sugeriría a los rusoplanistas de uno u otro pelaje que si quieren hablar de derechos históricos –concepto que, por cierto, no podrán encontrar en la Carta de Naciones Unidas– miraran hacia Königsberg, la ciudad donde Kant escribió su influyente obra. Hoy hay que encontrarla en los mapas con el nombre ruso de Kaliningrado.

Cuenta la BBC que, en 2018, y en medio de una polémica sobre el nombre que habría de darse al aeropuerto de la ciudad, el almirante jefe de la Flota del Báltico, que tiene su base en el enclave, dijo del filósofo que «traicionó a la madre Patria». ¿A Prusia? No, a Rusia. Y, en un alarde de sinceridad al que pocos se habrían atrevido, añadió que «escribió unos libros incomprensibles que nadie aquí ha leído ni leerá».

Lo cierto es que Königsberg, capital de la Prusia Oriental y conquistada por Rusia en la Segunda Guerra Mundial, sí que es una parte integral del alma de Alemania.

Si de verdad Putin quisiera ser respetuoso con la historia se apresuraría a devolverla. Pero, conociendo al personaje, me da que no lo va a hacer. Y en eso, como en todo lo demás, tendrá el entusiasta apoyo de todos los rusoplanistas. Los de derechas y los de izquierdas.

Publicado en el diario El Debate de España


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