Los venezolanos marchamos rumbo a una Venezuela desconocida. Hacia un país cuyas realidades comunes y más fundamentales no conocemos con certeza, ni tampoco podemos imaginar, porque sus antecedentes, aquel país estructuralmente pobre, pobre y en muchos sentidos atrasado que éramos hasta comienzos del XX, está, ahora mismo, muy lejos en tiempo. Ha transcurrido un siglo, desde aquel borroso y a menudo olvidado 1920, cuando la renta proveniente de la explotación del petróleo, que apenas se iniciaba, comenzó a cambiar las condiciones de vida de los venezolanos.
Durante un poco más de seis décadas –hasta 1983– muchas cosas florecieron en Venezuela. Cierto es que fue un crecimiento desigual e irregular, muchas veces obstaculizado por errores, incompetencias y falta de horizontes, pero sería absurdo no reconocer que en aquellos años la nación venezolana se modernizó, las expectativas de futuro se potenciaron, mientras la mayoría de los indicadores fundamentales –sanitarios, sociales, educativos y económicos– en términos generales, tendían a mejorar año tras año. Existían problemas y fallas profundas, eso no puede obviarse. Pero el balance –eso lo entendemos hoy mejor que entonces–, a la postre, resultó cualitativamente favorable.
En esas seis décadas y pico se creó una institucionalidad, que fue perfeccionándose y ajustándose en el tiempo, que hizo posibles varias décadas consecutivas, en las que predominó la convivencia por encima de los conflictos. Esa institucionalidad significa que, a pesar de los vaivenes, las luchas de intereses y facciones, y de las tareas que nunca alcanzaron a cumplirse, Venezuela logró hacer posible un Estado de Derecho. Porque hay que decirlo: tuvimos un Estado de Derecho, asediado por las dificultades, pero que actuó como eje axial de la nación, lo quieran o no sus detractores.
En ese período se levantó y estructuró una industria petrolera, que tuvo la categoría de modelo planetario. Nació y se expandió una clase media, que se convirtió en el núcleo desde el que se proyectó el desarrollo educativo, cultural, profesional y científico del país. Carreteras y autopistas, represas, hospitales, centros educativos de todo nivel, hospitales, instalaciones deportivas, salas de concierto, bibliotecas, mercados y muchas otras más obras de infraestructura fueron poblando el país de oportunidades e intercambios. Venezuela recibió a cientos de miles de inmigrantes que llegaban, primordialmente de Europa y América Latina, y que se incorporaron, sin traumas destacables, a la economía y al funcionamiento de lo social.
Esta lista de cosas, a la que se podrían agregar muchas páginas de logros, aunque también de huecos que quedaron sin tapar, confluyeron en esto: en una sociedad que compartía una idea, una intuición o una aspiración de un mejor futuro. Hasta 1983, creo que es posible decir, en nuestro país compartíamos, de forma mayoritaria, la presunción de que vendrían tiempos mejores. Había una especie de buen ánimo nacional.
Con el quiebre de 1983 –me refiero a la devaluación de la moneda que se produjo el viernes 18 de febrero de 1983– comenzó un deterioro, que alcanzó su culmen cuando Hugo Chávez ganó las elecciones presidenciales 15 años más tarde, en diciembre de 1998: ese día Venezuela puso en marcha la tragedia por la que hoy transcurrimos.
Lo ocurrido en estos 21 años se sintetiza en una frase: la Venezuela de la modernidad, que comenzó a construirse hace un siglo, fue destruida hasta alcances insospechados. Digo insospechado porque no sabemos cuánta ruina hay escondida en las instituciones públicas, no sabemos hasta qué extremos ha sido devastada la industria petrolera, ni tampoco cuánta podredumbre y desechos industriales se acumulan en las empresas básicas de Guayana.
No sabemos cuánto territorio de las regiones sur y amazónica de Venezuela ha sido expoliado, socavado y contaminado, con la participación abierta del régimen, de militares cómplices y de las narcoguerrillas del Ejército de Liberación Nacional de Colombia –ELN–, y de empresarios que se han adherido a ese inmenso crimen que es el Arco Minero. No hay informes sobre la extensión y las consecuencias que han tenido derrames de hidrocarburos y de otras industrias. No existen tampoco registros fotográficos o testimoniales del estado de cosas al interior de las empresas que fueron expropiadas, incluso aquellas que estaban en plena productividad.
Lo que vemos a simple vista; lo que narran los usuarios de los servicios del Estado; lo que arrojan las investigaciones periodísticas; lo que denuncian los ciudadanos que todavía guardan coraje y se atreven; lo que narran los presos políticos y sus familiares; lo que cuentan usuarios y sobrevivientes de hospitales, ambulatorios, centros de reclusión, cementerios, geriátricos, escuelas, cuarteles, depósitos y garajes de uso oficial; los relatos de conductores, pilotos y navegantes sobre las condiciones en que operan los vehículos y las naves propiedad del Estado que todavía están activas; lo que documentan los profesionales que resisten en centros de salud; las narraciones de docentes sobre la debacle nutricional de niños y adolescentes, cuyos aprendizajes son cada vez más precarios: todas estas realidades se aglomeran y se alimentan unas a otras, y nos advierten, aunque las élites del país apenas hablen de ello, ni tampoco los políticos, que la Venezuela de 1998 ha sido sepultada y que lo que viene, de aquí en adelante, será un país distinto, desconocido y esencialmente precario.
Pero todavía hay algo más que no puedo omitir en este marco de cosas: la pérdida de talento, especialmente de jóvenes y profesionales, que forman parte de los 5 millones de personas que han huido de Venezuela en la última década. ¿Cuántos volverían en un escenario de cambio de régimen? ¿10%, 15%, 20%? Tampoco es posible estimarlo hoy, pero es difícil suponer que regresarán a reconstruir un país exhausto, empobrecido, arrasado hasta sus entrañas. Difícil será que quieran regresar a una Venezuela irreconocible, deteriorada por sus cuatro costados, desconocida y poblada de carencias.
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