Como todo clima psicológico que antecede a cualquier viaje, por corto que éste sea o prometa ser, mi mente infantil de suyo inquieta no le dio tregua a la febril imaginación. La curiara a motor que nos transportaría desde La Boca de Araguao hasta nuestro próximo destino: Santa Catalina, arribó bien temprano a la medicatura, mucho antes del atisbo de los primeros rayos del astro rey sobre los palafitos que conformaban la pequeña comunidad fluvial divisamos, mi madre, Amelita y yo, junto con la complicidad del alba acuática la esperada curiara. Nuestro equipaje, lo recuerdo tan nítidamente como si fuera ayer, era liviano; una maleta de tamaño mediano en cuya parte superior se leía unas letras en una chapa dorada con el nombre, Sansonite. En el interior de la maleta cabía todo lo que necesitaríamos en nuestro próximo destino. Fe, esperanza, entusiasmo, disposición emocional y anímica: todo ello estaba respresentado en esa pequeña humanidad que era mi madre. Sus dos retoñitos, Melita y yo, no éramos más que esos dos soportes sobre los cuales se construiría la nueva casa que habríamos de construir en el inminente futuro que nos acechaba.
El viaje tuvo una duración de 40 o 45 minutos porque la curiara era liviana, tipo balajú con un potente motor de 125 caballos de fuerza marca Evinrude y el río por la hora aún permanecía dormido y semejaba un ilimitado cuerpo de agua en completa calma; más bien, el río parecía un cielo al revés pero sin estrellas. El motor era nuevo y no hacía más ruido que el característico que emite una máquina de su tipo cuando se estrena en un hábitat como el que se enseñoreaba a ambas orillas del río.
Mi madre llevaba abrazada a Amelita con su brazo derecho cubriéndola con un sobretodo de plástico color amarillo y Amelita abría la boca y bostezaba aún dominada por la somnolencia y aguijoneada por el frío de las horas que suceden a la madrugada. Yo preguntaba, en el interín del viaje, con inocultable ansiedad que si faltaba mucho a lo que mi madre respondía con peculiar seguridad que faltaba poco.
-Recuéstate ahí sobre la maleta, Fuchito, duerme un poco que yo te despierto cuando falte poco para llegar a Santa Catalina. Esto me decía mi madre mientras arrullaba en su regazo a Amelita y la cubría amorosamente con una toalla blanca que fungía de cobija. Yo me extasiaba con los trinos y cantos de aves canoras que alegraban el nuevo día en sus festivas celebraciones. Observaba con inédita fruición que en festividades matutinas de las aves rara vez hay sobre la rama de un árbol aquejado de tristeza y melancolía. Yo observaba con ardorosa pasión y me abandonaba a la suerte de mis inquisidoras observaciones de viajante fluvial mientras el lejano ruido del motor hacía de compañía de fondo como una desconocida melodía de Rachmaninov. Transcurrido el tiempo que el motorista había estimado de trayecto de Boca de Araguao-Santa Catalina, ¡al fin! alcancé a columbrar el puerto principal de Santa Catalina. Mis ávidos ojos poseídos por una ansiedad de ver cuanto detalle se antepusiera frente a ellos se maravillaron ante semejante espectáculo. Lo primero que divisé fue la inmensa escalinata que sirve de puerto principal al pueblo. El primer detalle que me hizo aguar los ojos con emocionadas lágrimas fue un alegre grito al unísono que prorrumpió un grupo de hombres y mujeres que se apersonaron en el puerto para darle la ¡Bienvenida! a la nueva enfermera auxiliar que a la sazón era mi madre.
En aquella época, de 1966-67 recién estaba naciendo una institución que andando el tiempo se convertiría en eje fundamental del posterior desarrollo moral, cultural, educativo y hasta económico de mi añorada e inolvidable paraíso telúrico orinoquense.
La primera casa que conocía en Santa Catalina fue la que habitaba la familia Flores. Tal pareciera que a mi madre le hubieran tenido organizado un recibimiento con una recepción familiar. Lo recuerdo tan claro como que hubiese sucedido ayer, la señora Rosa Flores y Sirenia nos acogieron con tanta calidez y auténtico gesto de bonhomía y fraternidad que ese primer día por momentos llegué a pensar si se trataban dos hermanas de mi madre. Esa misma mañana del arribo a Santa Catalina hubo palabras de recibimiento con un gran desayuno dispuesto en una larga mesa con manteles blancos. ¿Cómo olvidar ese espléndido día que quedó tatuado en mi memoria para siempre? Yo era un tierno párvulo que apenas estaba rompiendo el calcáreo techo de la vida rural al que todo le parecía asombroso. En la casa de la señora Rosa Flores vi por primera vez una nevera que trabajaba con kerosene, igual vi una radio de gran tamaño colocado en una repisa de madera en medio de una sala amplia de un caserón ubicado de frente al gran río Orinoco: una casa con vista al río era todo el espectáculo a que un niño de mi edad podía aspirar. Después del desayuno nuestros anfitriones nos condujeron hasta donde en adelante sería nuestra nueva vivienda. Para mi sorpresa se trataba de una antigua escuela abandonada pero en buen estado. Recuerdo que por sugerencia de uno de nuestros nuevos coterráneos, el nuevo núcleo familiar integrado por mi madre, Amelita y yo ocupamos un salón de la escuela que fungiría de habitáculo. En la bodega principal los dueños le fiaron una cocina de dos hornillas y un tanquecito de vidrio al cual se le echaba kerosene y en cada hornilla se le colocaba una mecha especial de tela de un material especial tejido que garantizaba que no se apagara la hornilla. En una esquina mi madre puso un tinajón con agua fresca tapado con un paño para evitar que le entrara ranas e insectos al interior del tinajón. Dicho tinajón estaba adecuadamente colocado sobre un palo de horqueta al que le sobresalían varios colgadores en que colgábamos pocillos de peltre. Los vasos y tazas de vidrio vinieron después cuando nos hubimos de asentar bien con más estabilidad económica: mientras tanto todos los corotos y enseres de cocina eran de peltre y de plástico; platos, vasos, pocillos y tazas.
Una vez oí decir en una conversación de personas mayores la expresión: «Muchacho, tu estás más aporreado que pocillo ‘e loco». Grabé esa frase y cuando llegué a casa le pregunté a mi madre por el significado de tan enigmática frase. Mi madre cojió entre sus manos el vaso de peltre más escarapelado y dijo el significado metafórico de la expresión.
Santa Catalina fue, qué dudas cabe, mi utopía y mi más íntimo y personal falansterio subjetivo y redicalmente vital. A casi sesenta años de aquellas vivencias irrepetibles nunca he dudado de que la edad dorada de mi espíritu siempre va a estar representada en aquella franja espacio-temporal de mi vida fluvial. En esa alucinante geografía de irrepetibles dones naturales y culturales de prodigiosas ensoñaciones infanto-juveniles se fraguaron mis más elevadas y persistentes onirias existenciales de nativistas improntas líricas. Cási toda la argamasa verbal de mi materia expresiva de índole literaria procede de aquellas huellas mnémicas que se grabaron como hierro candente sobre la piel de mi memoria ancestral.