En Venezuela desintegraron el contrato social. Por eso este desperdigamiento de todo como se percibe por todas partes, supongo. Está disuelto de facto en la realidad sorprendentemente más cotidiana. Por supuesto, nos afecta a todos. Habría que demandar en algún lado -sabemos cuál- el incumplimiento más ramplón de ese contrato, que resulta además el mayor en relevancia, porque es el que da sustento al funcionamiento legítimo de la nación.
Respecto a esa concepción del Estado-nación, su funcionamiento y lo que nos ocurre en cuanto a carencia absoluta de legitimidad, podemos y debemos hurgarlo un poco en Rousseau, quien podría darnos respuestas elocuentes y certeras, aunque a algunos les luzcan añejas, pero para eso son los clásicos, en cuanto a lo que nos ocurre. También nos brinda la necesaria esperanza en estos casos. Aunque los hermanos cubanos me miren de reojo o con rabia. Pero en ese sentido, el maestro nos significa: «El más fuerte no lo es jamás bastante para ser siempre el amo o señor». El francés, inspirador de Bolívar y otros independentistas para la formación de los Estados decimonónicos, se oponía en su magistral obra a la fuerza como «sustento» para el ordenamiento social: «La fuerza es una potencia física y no veo qué moralidad puede resultar de sus efectos. Ceder a la fuerza es un acto de necesidad, no de voluntad; cuando más, puede ser de prudencia». La moral no es el fuerte nunca de quienes usan la violencia, obviamente. O, «Si es preciso obedecer por fuerza, no es preciso obedecer por deber». «La fuerza no hace el derecho y es que no se está obligado a obedecer sino a los poderes legítimos».
Cuando se rompe por fuerza la negociación pactada, surge la ilegitimidad disgregadora, la perdición más absoluta del pretendido absolutismo. Lo que se constata hoy: el más supino incumplimiento de todo lo socialmente pactado. De todo aquello postulado y defendido ciegamente por Rousseau. La Constitución ni a adorno como zarcillo llega, se trata de la imposición de la arbitrariedad, de toda arbitrariedad sobre la ley. Y no pasa solo con el documento fundamental que debería regirnos y ahora no nos rige por obra y gracia, muy mala gracia por cierto, de quienes controlan el poder. También los acuerdos internacionales, como los atinentes a los derechos humanos quedaron rotos. Desde el poder se hace lo que les viene en gana, sabemos. La población se encuentra así desguarnecida de sustento para el orden social, también caro para Juan Jacobo.
En él hallamos sustrato, como en nuestros antepasados más antiguos de la formación de nuestro Estado para la lucha por la libertad, sin duda, porque «Renunciar a su libertad es renunciar a su condición de hombre, a los derechos de la humanidad y aun a sus deberes. No hay resarcimiento alguno posible para quien renuncia a todo». Claro, no hemos renunciado, ha ocurrido un arrebato general de los principios que dan nutrimento al Estado de Derecho. En ese sentido, la legitimidad, la creencia que debe ser ciega en el funcionamiento del Estado, la separación de los poderes, la fe absoluta en quien gobierna, en su actuación legítima y las instituciones en general, la democracia, en fin, deben ser restablecidas para retomar el orden. Basados en las contrataciones que como sociedad nos dimos. Porque: » Violado el pacto social, cada cual recobra sus primitivos derechos y recupera su libertad». Y: «La obediencia a la ley es la libertad».
Restablecer el contrato social evidentemente no resulta fácil. Ante la incomprensión por su ruptura, debemos primero hacerla entender a todos. Especialmente a quienes no quieren entender, aunque lo saben. Sin sangre, sin violencia, sin sangre, preferiblemente. No puede ser que un Estado se maneje bien, porque bien no es ni resulta alguno de la ruptura de los pactos fundamentales, desconociendo por el uso de la fuerza todos los acuerdos, los previos tanto como los posteriores. Y más porque estamos sitiados por forajidos inescrupulosos. Finalicemos con Rousseau: «El extranjero, sea rey, individuo o pueblo que roba, mata o retiene a los súbditos de una nación sin declarar la guerra al principe, no es un enemigo, es un bandido». Sobran las interpretaciones para estás últimas palabras, por la indebida penetración extranjera, el trato o maltrato a los extranjeros y más.
Volvamos al orden pactado. Al funcionamiento normal del Estado de Derecho. Al respeto y restablecimiento del contrato social para retomar la legitimidad y el respeto de todos los ciudadanos, evitando en lo posible la violencia, porque tenemos razón. Y esa es el arma de quienes no la tienen.
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