Hay tanto que hacer para construir, unir personas y tender puentes, que no me explico de dónde algunos sacan tiempo para levantar barreras, clasificar según el origen o pontificar sobre la pureza
Y, al tratarse de nuestra latinidad, que es una de las mayores mezclas de la historia, más vale que nos calmemos un poco.
Hace unos días, la cantante española Rosalía ganó el MTV Video Music Awards al mejor vídeo latino y a la mejor coreografía. Tras el galardón llegaron las críticas, pero no a su calidad vocal ni a su propuesta, lo cual entraría dentro de lo normal, sino a su origen. Según los nuevos puristas, Rosalía «no es latina».
Bajo esa regla, aquella famosa Orquesta de La Luz, que desde Japón nos sorprendió con su propuesta salsera, jamás podría haber optado a un premio de música latina, aunque estuvo nominada al Grammy.
Los críticos más feroces de Rosalía centran su opinión en «de dónde vienes», y no en el «qué haces», en un intento por avivar la polémica entre las dos orillas del idioma español.
No digo que sea fácil integrarnos. Recuerdo que una vez, entrevistado por el diario madrileño ABC, dije que el acento latinoamericano era una especie de «Muro de Berlín» para los comunicadores latinos en España. Pero resulta un sinsentido que nosotros, los reyes del mestizaje, invoquemos la supuesta pureza para excluir a otros.
La música latina, ese conglomerado de ritmos y géneros que seducen al mundo, tiene padres y madres, pero no dueños. Como cubano, me siento identificado con el papel de mi país, y especialmente de mi región —Santiago de Cuba— en el surgimiento del son y el bolero. Pero, ¿qué sería del son sin el valioso aporte de boricuas, venezolanos, dominicanos, colombianos y neoyorquinos…? ¿Qué habría pasado con el bolero si mexicanos y puertorriqueños no lo hubiesen asumido y reinventado?
Como dijo a la prensa la estimada Leila Cobo, directora de contenidos latinos de Billboard: «Aunque Rosalía no sea de un país latinoamericano, su música cae bajo ese gran paraguas de lo que llamamos música latina».
Hoy recordé un viejo poema del cubano Nicolás Guillén. Él decía que no era «un hombre puro», porque rechazaba «la pureza del que se da golpes en el pecho, y dice santo, santo, santo, cuando es un diablo, diablo, diablo (…) La pureza de quien no llegó a ser lo suficientemente impuro para saber qué cosa es la pureza».
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