Hoy quiero contarles dos historias que aparentemente no tienen conexión, pero el transcurrir del tiempo, me ha obligado a reflexionar sobre ellas, demostrando que realmente ese nexo extraño, sí existe. Veamos.
Rómulo me pellizcó un cachete
Durante la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez, mi padre, el poeta Aquiles Nazoa, fue apresado y esposado por los esbirros del régimen y llevado a no sabemos dónde.
Transcurridos tres o cuatro días, llamaron a mi madre (quien por cierto, en este 2021, acaba de cumplir 100 años) y le informaron que a mi padre lo iban a expulsar del país pero no quisieron decirle a qué sitio lo enviarían.
En Maiquetía, despedimos a papá. Allí nos enteramos de que lo exiliarían en Bolivia, país adonde Pérez Jiménez enviaba a los adecos y a los izquierdistas.
Mamá, la familia y los amigos vendieron lo que pudieron para juntar dinero y poder dárselo a él. Luego, juntamos otra cantidad, para pagar el viaje que nos permitiría reunirnos. Fíjense, qué cosas, aquella era una época (gracias a Dios que eso ahora no ocurre) en la que intelectuales y políticos enemigos de la dictadura podían ser perseguidos, hechos presos y exiliados, por escribir y pensar diferente al régimen.
A los pocos meses, nos reunimos con mi papá en Bolivia. Allí vivimos durante tres años. Aprendí a leer y a escribir y cuando cayó la dictadura, regresamos a Venezuela. A mis hermanos y a mí nos inscribieron en la escuela República del Ecuador, en San Martín.
Un día, en la escuela, los maestros dijeron que elegirían a un grupo de niños para hacer acto de presencia en la inauguración del Túnel de La Planicie. Yo estaba entre esos niños.
Emocionados y vestidos con batas blancas (uniforme escolar en la Venezuela de aquella época), nos paramos junto a niños de otras escuelas a la entrada del túnel. De pronto, se escuchó un alboroto. El presidente de la República, Don Rómulo Betancourt, había llegado.
Recuerdo que llevaba un sombrero blanco y que saludó con una gran sonrisa a todos los presentes. Nerviosos y sin que nadie nos obligara, todos los niños aplaudimos emocionados. El presidente, junto a su comitiva, se acercó a la entrada del túnel, lugar en el que debía cortar una cinta tricolor para dar el proyecto como inaugurado.
No me pregunten por qué, pero aunque no lo crean, se acercó a mí.
—¿Cómo te llamas? –preguntó.
—¡Claudio! –respondí sin ocultar mi emoción.
Rómulo sonrió, me batió el cabello con su mano y luego me pellizcó un cachete. ¡Sí! ¡Rómulo Betancourt me pellizcó un cachete!
Eso fue importantísimo en mi vida y cuando en la actualidad me piden un curriculum, lo pongo por escrito como un gran logro. Después de todo, no son muchos quienes pueden decir que un grande de la historia democrática de Venezuela, como lo fue el gigante Don Rómulo Betancourt, les ha pellizcado el cachete. ¡Qué honor!
Chávez me dio la mano
Tengo un amigo chavista (fíjense la vaina) llamado Omar Cruz. Él es un excelente dibujante y caricaturista. Años atrás, trabajaba en el periódico humorístico El Camaleón, en el que yo también colaboraba para mi maestro, el poeta Sapo Graterolacho. Fue allí donde lo conocí.
Omar, como muchos otros, fue y aún es admirador de Chávez, pero como personas civilizadas y democráticas que somos, siempre supimos respetar las diferencias y honrar nuestra amistad. Esa extraña admiración de Omar por Chávez jamás nos hizo enemistar.
El caso es que un día, Omar iba a bautizar un libro de caricaturas que había publicado y los invitados especiales éramos Chávez y yo. Hugo acababa de salir de la cárcel y era todo un personaje mediático. Lo cierto es que, para el bautizo del libro, se escogió la maravillosa e inolvidable librería del Ateneo de Caracas (¿se acuerdan? Qué ironía, esa librería junto con el Ateneo fueron arrasados durante el mandato de Chávez).
Hugo se presentó vestido con un liqui liqui azul. Omar lo recibió en la puerta y yo, tal como hice cuando estuve en la inauguración del Túnel de La Planicie, esperé mi turno para ser presentado. Ojo, por si acaso, aclaro que Hugo Chávez, desde el primer día que apareció, no me gustó, pero bueno, volviendo al cuento, Omar le dijo:
—Comandante, le presento a Claudio Nazoa, nuestro anfitrión.
Chávez, al igual que hizo Rómulo cuando yo era un niño, me sorprendió poniéndome una mano en la cabeza batuqueándome el poco cabello que tenía. Me trató como si él y yo hubiésemos sido amigos desde hace años. Mientras, con la otra mano, me daba un fuerte apretón.
—¡Hermano!, ¡yo sí que gozo una bola con las vainas tuyas! –dijo con entusiasmo.
—¡Mira qué casualidad! ¡Yo también con las tuyas! –le respondí.
Y aquí estoy, años después, echándome alcohol en la mano para espantar al virus… al coronavirus, quiero decir.
@claudionazoa