La vida política requiere de itinerarios capaces de traducir los principios y valores en propósitos concretos, metas y objetivos de corto, mediano y largo plazo de un cumplimiento que reivindique las tácticas apropiadas para una determinada dimensión estratégica adoptada. Ésta, fundamentalmente requerida de un sentido más que de una elaborada concepción imposible de discutir y revisar académicamente en el curso de los acontecimientos, expone al liderazgo a extraordinarios desafíos, sobre todo con el predominio relativo o absoluto del desconcierto, la deslealtad militante hacia las reglas constitucionales, la violación sistemática de los más elementales derechos y garantías, entronizados determinados intereses de una retórica soporífera e insoportable.
A Rómulo Betancourt le correspondió actuar en el marco de las más variadas, duras y también sorpresivas dictaduras, o, restablecidas las libertades públicas, evitarlas con terquedad y coraje; y, esto, fue posible no sólo por la claridad de un ideario, sino por el diagnóstico y la certeza de una realidad que acepta un franco reajuste, permitiéndole distinguir – valga la nota escolar – entre táctica y estrategia, recursos materiales y simbólicos disponibles, publicidad y genuina correlación política, probables escenarios y desempeño de los actores. Respetada la muy específica identidad de la estrategia política, logró, en las más disímiles ocasiones, contar con un equipo entendido y consistente, corroborando aquello de Léo Hamon: “El estratega – y no sólo el estratega militar – nunca está aislado, y debe, por consiguiente, tener en cuenta, en su acción, la presencia del otro” (“Estrategia contra la guerra”, Ediciones Guadarrama, Madrid, 1969: 60); convengamos, la ineludible cita pone de relieve dos circunstancias: la una, que Betancourt no fue el narcisista que igualmente abundó por épocas remotas, y, la otra, que los rusos también juegan para hacer caso de una sentencia futbolística que se ha hecho hoy popular.
El líder guatireño afrontó numerosas coyunturas que exigieron de una fortísima convicción, templanza y determinación que nos permitimos ilustrar con el segundo ascenso al poder, a través de unos comicios ganados por la correcta interpretación del contexto y la capacidad de trabajo que no previeron – increíble – los adversarios que le satanizaron hasta el hastío. O el propio sostenimiento en el poder que se equiparó al de la naciente democracia representativa, finalidad estratégica que celebró Ambrosio Oropeza con la transmisión del mando presidencial a Raúl Leoni, en 1964, según el texto de una curiosa antología de sugestivo título: “El general Betancourt y otros escritos” (Ediciones Centauro, Caracas, 1970: 99 ss.).
El atentado de Los Próceres, las insurrecciones muy armadas de derecha e izquierda, no lo amilanaron, e, incluso, aguardó con entereza a la más evidente de las flagrancias con el tristemente célebre atentado de El Encanto, para detener a los parlamentarios implicados que no pudo someter con anterioridad, respetuoso de sus inmunidades y de la composición de las cámaras, aunque – transcurrido el tiempo – ellos admitieron el compromiso subversivo prácticamente asumido desde inicios del período presidencial. Empero, a la vez, el legítimo ocupante de Miraflores efectivamente gobernó al país, con el desarrollo de sendas políticas (y obras) públicas de innegable trascendencia.
Atinó con una apreciación lo más correcta posible de la realidad política y la de sus particulares protagonistas cual eximio exponente de la teoría de juegos, confundiendo a sus talentosos, ocurrentes y feroces antagonistas, pues, por ejemplo, Manuel Caballero reseñó la extrañeza que provocó alguien con tan acusada fama de sectario y absorbente, favoreciendo a COPEI para el temprano montaje del bipartidismo (“Rómulo Betancourt”, Ediciones Centauro, Caracas, 1977: 114 ss.), a pesar de la avanzada experiencia de Puntofijo, o, mejor, de los pactos que hicieron posible el puntofijismo. Centenares de artículos de prensa después, contrastando con el antiguo e ingenuo maquiavelismo, el historiador refiere el despliegue de las habilidades del hombre de poder, a partir de 1959, y reconoce que “no hacerlo sería suicida, porque está rodeado de enemigos” (“Rómulo Betancourt, político de nación”, Alfadil-Fondo de Cultura Económica, Caracas, 2004: 132, 305).
Recomendable una reflexión más elaborada, la tentación puede apuntar a la consideración de los supuestos de Carl von Clausewitz, André Beaufre, Basil Liddell Hart, o de la importante obra divulgativa de Lawrence Freedman, aunque nuestra intención es la de esbozar y resaltar el instinto, la pulsión, o la intuición estratégica con la que se nace, y, por ello, la parábola histórica. Corremos el riesgo de simplificar radicalmente la vida política fundada en un cúmulo soterrado de prejuicios y banalidades, donde la estrategia y lo estratégico deviene capricho meramente incidental y accidental frente al único gobierno que hemos tenido en el siglo XXI, concibiendo la actividad opositora como algo cercana al nazi-fascismo, “mucho más un instrumento de combate político que un pensamiento sustantivo sobre la realidad socio-política” de acuerdo a una magnífica obra didáctica de Aníbal Romero (“Aproximación a la política”, Universidad Simón Bolívar, Caracas, 1990: 125).
Por cierto, no es necesario ser adeco para escribir sobre Betancourt. Es más, luce mejor no serlo para calibrar adecuadamente.
@luisbarraganj