Pocas palabras tienen más popularidad entre los “progresistas” que genocidio, y sus variables. Es común oírles predicar contra gobiernos genocidas, presidentes genocidas, imperios genocidas, y por ahí súmele cuantos otros sustantivos se le ocurra.
Que recuerde, uno de los primeros genocidios que se pueden llamar tal fue el de la Guerra de las Galias, donde Julio César conquistó 800 ciudades, dominó casi 300 tribus celtas y germanas, vendió como esclavos a 1 millón de personas y se raspó a 3 millones entre campos de batalla e incursiones. Más arrecho, y perdón por el latín, fue en China. Allá un tal An-Lushan, durante la dinastía Tang, azuzó una rebelión contra el poder imperial. ¿Qué pasó? Que mataron a 35 millones de amarillos. Después cuando las benditas Cruzadas fueron 5 millones de muertos en tres siglos y medio que duró tal arrebato místico. ¡Ah! Y en la amada Rusia del adorado Putin, el angelito Stalin no solo hizo una sino que recuerde fueron TRES. Primero se echó al coleto a casi 40 millones a cuenta de limpiezas étnicas, donde cayeron tártaros de Crimea, balkarios, chechenos, calmucos, ucranianos, además de las purgas y sus famosas “colectivizaciones forzosas”. Después, entre 1932 y 1933, mató de hambre a 7 millones de personas en Georgia cuando les cortó todos los suministros a esa región que se negaba a perder su independencia. Y completó su gesta echándose al pico a otros 4 millones cuando se empeñó que él era el gran estratega rojo y condujo las operaciones en los primeros meses de la invasión nazi.
Y en cuanto a nuestros indios, perdón a los que se ofenden, iba a escribir indígenas, pero hoy no estoy en ánimos de borrar, que a mí también me duelen, tengo que decir que eso no fue genocidio, porque la gran mayoría de esos muertos aseguro que no se sabe cómo ni por qué fue que los hubo. El argumento favorito de los “indiólogos” es que les impusieron a sangre y fuego una fe que no era la de ellos. En realidad el gran asesino de la Conquista fueron las enfermedades. Los habitantes originales de estos territorios no habían desarrollado los anticuerpos que ya los europeos tenían y una simple gripe podía provocar una mortandad que ni una bomba de racimo. Y no había quienes lo lamentaran más que los mismos españoles porque si se morían no tenían quien les trabajara, y por eso fue que los negros –y que me perdonen los “afrodescendientelogos”–, llegaron aquí, porque si no se hubieran muerto los indios no hubieran traído los esclavos. Es verdad, no lo voy a negar, que hubo más de una matazón, pero nunca a esos niveles que ahora quieren hacer ver que las hubo. Como si no hubieran hecho otra cosa más que bajarse de las carabelas a tumbar cabezas.
Genocidio fue el ocurrido en Camboya en la época del Partido Comunista de Kampuchea, durante cuatro años que duró dicho régimen, desde abril de 1975 hasta enero de 1979. En ese lapso los muy celebrados Jemeres Rojos, a quienes los cultos revolucionarios llamaban en impecable francés el Khmers Rouges, se echaron al coleto entre millón y medio y tres millones de camboyanos. La matachina fue de tal calibre que se han descubierto más de 20.000 fosas comunes, que fueron llamadas Campos de la Muerte. Los desmanes de semejantes criminales fueron aterradores; sin embargo, los intentos por juzgarlos fueron en vano. Apenas el 16 de noviembre de 2018 el Tribunal de Camboya condenó a cadena perpetua por delito de genocidio a los dos últimos líderes vivos de tales hijos de su madre: el “número dos” e ideólogo de los mentados Jemeres, Nuon Chea, de 92 años, y el antiguo jefe de Estado de ese régimen, Khieu Samphan, de 87.
De tales niveles de vileza “progresista” poco se dice. Con tales hechos pasa lo mismo que ocurría, al menos en Venezuela, hasta mediados del siglo pasado, con los enfermos mentales: todo el mundo lo sabía, pero de eso no se hablaba. Eran famosas las matas de guanábana en las casas de los pudientes, a cuya sombra amarraban, cual fieras rabiosas, a los “locos de la casa”, porque eso los aplacaba. Tal parece que en estos tiempos metieron a la llamada “dirigencia” opositora bajo un frondoso árbol de la citada fruta.
Lo he dicho en muchas otras ocasiones, los sátrapas saben que no va a pasar nada, que no habrá diálogo o justicia que les haga siquiera mella, están plenamente conscientes de la benevolencia con la que el mundo los tratará. La impunidad tiene nombre de vanguardia, su apellido de alcahuete. Todo esto que les escribo hoy, es algo de lo que la dictadura de Maduro tiene clara consciencia. El bigote bailarín, y su combo, encabezado por los hermanitos Rodríguez, se reúne con Facundo, Segismundo y Raimundo para estirar la cuerda con elástica impunidad. Saben que así lleguen al siglo de vida, nadie les hará rendir cuentas y, mucho menos, pagar la interminable lista de delitos con los que han asolado a nuestro país,
© Alfredo Cedeño
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