El reciente informe “Riesgo político en América Latina 2024”, publicado por el Centro de Estudios Internacionales de la Universidad Católica de Chile (CEIUC), pone de relieve un hecho importante: la creciente regionalización de los conflictos que afronta el continente en tiempos convulsos.
Con independencia de qué riesgos se prioricen y el ejercicio del CEIUC es riguroso, las fronteras nacionales ya no sirven más como las barreras poderosas que en otras épocas enclaustraban de forma casi absoluta problemas considerados internos.
Según el Informe, los diez riesgos políticos más importantes que afronta América Latina en 2024 son, en este orden: 1) la inseguridad, el crimen organizado y el narcotráfico, 2) el aumento de la corrupción y la impunidad, 3) la desafección con la democracia y el avance del populismo y del autoritarismo, 4) la débil gobernabilidad y la rápida pérdida de apoyo popular de los presidentes, 5) el aumento de los flujos migratorios, 6) la radicalización de las protestas sociales, 7) la inestabilidad internacional, 8) el deterioro del clima de negocios, 9) el impacto de la tecnología (inteligencia artificial, redes sociales, ciberamenazas) en la política y 10) la vulnerabilidad frente al cambio climático.
A estos les podemos agregar otros, como la falta de un robusto crecimiento económico, la desigualdad y la pobreza, ausentes en esta relación detallada de problemas que las sociedades y gobiernos latinoamericanos deben afrontar.
Sin embargo, la lista es preocupante dada la magnitud de los desafíos y la forma en que estos pueden condicionar el futuro de la región. No solo eso, si se quiere responder a los mismos de forma adecuada es necesario combinar eficazmente lo nacional y lo regional. Algo, de momento, bastante complicado dado el estado de las relaciones intra latinoamericanas y los bajos niveles de cooperación intergubernamental.
Como se ha visto en dos artículos recientes en estas mismas páginas, uno dedicado al narcotráfico y otro a las migraciones, mientras cada país, o cada gobierno, siga haciendo la guerra por su cuenta, como ocurrió durante la pandemia, será imposible dar pasos sostenidos en la buena dirección. Al mismo tiempo hay otros riesgos, como el de la gobernabilidad y la pérdida de apoyo que solo pueden ser afrontados internamente, al depender en buena medida de las legislaciones electorales y de la cultura política nacionales.
Si bien el presidente salvadoreño Nayib Bukele afirmó en la Conferencia Política de Acción Conservadora que en su país “el globalismo ya ha muerto”, las cosas son más complejas. Al mismo cónclave asistió el presidente Javier Milei, fundido en un caluroso abrazo con Donald Trump, con quien también comparte posiciones contrarias a la globalización. En realidad, tanto las palabras como los buenos deseos son insuficientes y la idea de un MAGA vernáculo (Make Argentina great again) no deja de ser una fórmula retórica y meramente propagandística.
Algo similar ocurre con los intentos de exportar a otros países latinoamericanos las fórmulas “exitosas” de Bukele y Milei, sin entender que en ambos casos los puntos de partida que explican cada fenómeno son difícilmente reproducibles.
La falta absoluta de seguridad para una población que vivía aterrorizada y los casi veinte años de gobiernos kirchneristas que afectaron seriamente a las instituciones democráticas y a las estructuras sociales y económicas explican la emergencia de ambos personajes y de los procesos que quieren poner en marcha.
Como se ve en Argentina, no hay fórmulas mágicas ni para acabar con la casta ni para resolver positivamente el decálogo de riesgos expuesto más arriba. Ni aquí ni en ningún otro país de la región. Todos necesita una combinación adecuada e inteligente de políticas nacionales y regionales. Ahora bien, esto exige mayor diálogo, coordinación y cooperación entre los gobiernos, sea a escala bilateral, subregional o regional.
Pero ni las estructuras existentes ni las instituciones disponibles, como la CELAC, están preparadas para enfrentar desafíos semejantes.
También falta voluntad política. La mayor parte de los gobiernos está encerrada en sus discursos maniqueos. Hacia un sentido, unos, hacia el contrario, otros, pero todos con escaso margen de maniobra para la convergencia y para instalar el diálogo constructivo. Las guerras culturales, o de cualquier otro signo, que muchos políticos y sus seguidores quieren librar, dificultan avanzar por el camino correcto.
Ante tamaño desafío, los ciudadanos, que siguen autoidentificados en el centro del espectro político e ideológico, deberían comenzar a tomar mayor distancia de aquellas soluciones trasnochadas que siguen embaucando a las sociedades en beneficio de aquellos gobernantes que las impulsan.
Carlos Malamud es Catedrático de Historia de América de la UNED, investigador principal para América Latina del Real Instituto Elcano, España
Artículo publicado en el diario Clarín de Argentina