Varias generaciones, la mía entre tantas, se han malformado dentro de la revolución. Adoctrinados, miopes, temerosos, mucho más apaleados por la desinformación y la censura que por la miseria, llegamos a creer que nuestra maltratada independencia nació el 1º de enero de 1959, y no el 20 de mayo de 1902, cuando los mambises canjearon el machete por la Constitución y Tomás Estrada Palma juró como primer presidente cubano elegido por el pueblo. El diseño de la sublime estafa, comenzaba –y se mantiene como látigo incólume– en las escuelas, y se completaba con los discursos del comandante en jefe en la televisión y los diarios y en todas partes donde se pudiera colgar una frase, un retrato, una consigna. Las revoluciones, sin consignas ni caudillos, se desploman. Esa es su primera represión, que viene acompañada, custodiada, por el terror de una celda o una ráfaga revolucionaria. Todo esto sigue ocurriendo en Cuba. Todo esto es Cuba.
Así que todos estaban feliz y tristemente condenados a repetir las lecciones de los libros de la historia (revolucionaria) de Cuba, que pasaban casi directamente de las batallas mambisas a los guerrilleros barbudos de la Sierra Maestra. La etapa republicana prácticamente no existía. Porque una Revolución ha de nacer de las cenizas de lo que incinera. Desde la Unión Soviética hasta Cuba, donde aún hierve la pócima revolucionaria, aunque el mundo no lo vea o se niegue a reconocerlo.
Según la historia que nos impartieron, es decir, según la leyenda castrista, cuando Fidel Castro entró victorioso en La Habana y expropió a las mezquinas empresas privadas, que, según sus discursos-diatribas, avasallaban a los trabajadores, fue que alcanzamos el carácter de República. Antes vivíamos en una seudo república, una vergüenza histórica que los revolucionarios teníamos que aborrecer, escupir, enterrar. ¿Para qué mencionar aquel capítulo bochornoso si nos habían regalado una revolución de los humildes, por los humildes y para los humildes, donde, a pesar de la pobreza, viviríamos felices para siempre?
Asesinar la historia, condenar a un pueblo a vivir una mentira forzada, es también un crimen de lesa humanidad. Y la Revolución cubana lo sigue cometiendo a los ojos del mundo. Pero las revoluciones se hacen para que sus líderes ideológicos sean premiados con el poder totalitario. Bandoleros blanqueados, perfectos demagogos, todopoderosos aclamados como entes de una siempre nueva divinidad revolucionaria.
Fidel Castro, en su tribuna frente a las masas excitadas, alzó su diploma de representante absoluto del pueblo y les dijo a todos, en medio de un increíble jolgorio, lo que, a partir de ese momento y para siempre, tenían que pensar y hacer. La historia, reescrita desde el poder, no sólo había absuelto al nuevo caudillo, sino que además le otorgaba el poder de incinerar toda la historia anterior. Le asistía el derecho de fusilar o condenar a 30 años de cárcel a sus contrarios, mientras el gran público aplaudía enardecido. Fidel, el dios del fidelismo, era el elegido, el continuador de las ideas humanistas de otro revolucionario, José Martí, que de apóstol de la nación pasó a ser autor intelectual del sangriento y cobarde asalto al Cuartel Moncada el 26 de julio de 1953.
La fábula y el marketing revolucionarios le han dado tantas estocadas a la verdad histórica, que ya no existe, o es casi un espejismo. Hemos malvivido en medio de una historia vulgarmente tergiversada y triste, manchada una y otra vez de sangre, separaciones, mitos, trampas, apariencias. Las invenciones y lagunas históricas, por más de medio siglo, parecieran infinitas. Desde la escuela primaria hasta la universidad nos dictaron que la Enmienda Platt fue un latigazo imperialista, una muestra incuestionable de que jamás podríamos confiar en Estados Unidos, ese engañoso enemigo que ambiciona conquistarnos, lo mismo con bombas nucleares que con cocacola, chiclets o jamones. Por cierto, desde hace mucho tiempo una buena parte de los cubanos en la isla anhela ser “víctima” de esa conquista. Pero por desgracia siguen siendo víctimas del comunismo, o el socialismo real, como quiera llamarse a ese sistema mutante que es el socialismo, sobre todo el marxista.
No es una historia corta. Para garantizar la continuidad del panegírico revolucionario y su militancia, nos obligaron a repetir en los matutinos “Pioneros por el comunismo, seremos como el Che”. Nos mostraron la necesidad –aunque podría significar la muerte– del Internacionalismo Proletario, el Trabajo Voluntario y la defensa de la Revolución por encima del amor y la familia. Nos hicieron creer que la educación y la medicina cubanas eran las mejores del mundo, totalmente gratis, como en ningún otro país. Crearon dibujos animados para demostrarnos que el Imperio era una amenaza real y no un enemigo necesario para el sostén de la dictadura.
La causa de nuestras privaciones nunca sería la ineficacia del sistema, sino el “bloqueo” o el embargo económico de Estados Unidos. Nos contaron que en 1958 Cuba era una nación miserable, donde sólo los ricos podían ir a la escuela y atenderse en un hospital. Nos ocultaron que por entonces el país figuraba entre los primeros de América en varios indicadores socioeconómicos. Todo eso había que negarlo. De lo contrario, ¿cómo sustentar el mito revolucionario? Borrar la historia ayudaba extraordinariamente a mantener el control sobre la granja. La dictadura del proletariado –ese sofisma inescrupuloso– era la mayor democracia. ¿Para qué hablar de libertades y derechos? Invenciblemente hambrientos, éramos capaces de convertir todos los reveses en victorias.
¿Qué ha sido de Cuba? 57 años habían transcurrido desde el 20 de mayo de 1902 (fundación de la República) a enero de 1959, cuando Fidel Castro se adjudicó el poder en nombre del pueblo. Ha pasado más tiempo desde que los revolucionarios se apoderaron de la sociedad. La consumación de la revolución fue el tiro de gracia a la República. Cuba se convirtió así en un país sitiado desde dentro. Un estado totalitario. Una nación flotante, afligida, fragmentada, ausente.
Durante décadas, desde dentro y fuera de la isla, se ha intentado restablecer el orden democrático de diversas maneras. Pero atrapados en una Constitución antidemocrática, donde cualquier gesto de libertad puede ser fácilmente condenado (ser contrarrevolucionario es un grave delito), disentir se hace muy difícil y peligroso. De ahí el cansancio de las generaciones y el crecimiento desaforado de la diáspora. Los cubanos de este tiempo, de los tiempos revolucionarios, en su mayoría no intentan restablecer su República. Apenas sueñan con escapar, a como dé lugar. La República no existe. Destruir sus instituciones ha sido la gran jugada de los revolucionarios. Mientras tanto, la república espera. Mientras seguimos escapando. Huir. La fuga se convirtió en la bandera de nuestros sueños perdidos.
Por eso a mí también me llegó el exilio. Opción y proceso difíciles, muy complejos, dolorosos, aunque sin dudas una tabla de salvación para millones. Por un lado puede resultar una escapatoria y por otro una pérdida. Una victoria personal y una derrota nacional. Han pasado más de 60 años y la patria continúa aprisionada bajo una mezcla fortísima de manipulación, hambre, vulgaridad, terror y maniobras de delincuencia transnacional e ideológica.
Decir Cuba es también decir fracaso. Y decir exilio. Y decir ausencias, a pesar de todo. Los exiliados viven sin país. Cuando más, alcanzan a vivir, a sobrevivir tal vez, entre dos países. Sus raíces no están totalmente en la tierra: unas se afincan al nuevo país y hasta crean frutos, y otras quedan levitando, sintiendo como la isla le cuelga y hala. Al final –no sé si se trata de tragedia, tragicomedia, condición o destino– somos como árboles con raíces en el aire.
Desde 1959 el exilio ha sido tergiversado y aprovechado económicamente por la revolución, que se ha encargado de trastocar el éxodo por razones esencialmente políticas y dictatoriales en un rebaño de víctimas del síndrome de La Habana, que repiten el lema de ser “emigrantes económicos”, resultado de una prolongada estratagema del castrismo. La revolución en contra de la nación. Y entonces, ante esta y otras tóxicas realidades, cada vez se hace más importante la existencia de instituciones y proyectos con el mismo espíritu de la Academia de la Historia de Cuba en el Exilio (AHCE). Aunque no pocos de sus fragmentos falten y otros resistan sobre una cuerda floja, sin el registro del exilio sería imposible salvar la historia de Cuba.
En el principio siempre serán las historias. Al final siempre estarán las historias. La verdadera historia. Quizás sea cierto que nuestra misión más importante es dejar testimonio de lo que vamos siendo. Y contar nuestras historias es, sin duda, una de las maneras más legítimas que tenemos de salvar, para bien y para mal, eso que todos, o casi todos, seguimos empeñados en llamar Historia. Salvar la historia para salvar el país.
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