En el principio era la revolución y la revolución era el verbo. La revolución era Dios. Era todo. Todos o casi todos eran la revolución. Y todos los fieles revolucionarios deberían repetir cada día, con salmodiante sometimiento, revolucionario por supuesto, que la revolución era la inmutable y única verdad, el único verbo, el único Dios. Y que así sería para siempre.
La llamada “revolución cubana”, o el castrismo, como en realidad debería ser nombrada por todos, se instauró en enero de 1959. Los que nacimos en la década de 1970 –unos le llaman el quinquenio gris y otros la institucionalización de una época sangrienta– resbalamos hacia el suelo de una isla donde todo, o casi todo, ya estaba desvirtuado. Las libertades se habían convertido en consignas. Para el hambre, distribuida de forma igualitaria, el remedio era sobrevivir.
El igualitarismo había devorado a la igualdad. La figura del delator (por temor, envidia o miserable convicción revolucionaria) había sustituido a la moral. Los revolucionarios habían logrado su objetivo: darle un giro a la historia de la República, cambiar la historia real y someter la cultura. Y el pueblo, que también se sentía fervorosamente revolucionario, se sumó, sin entender el mal que se hacía, a aquella ciega y suicida caravana para cambiar la historia.
La historia –la de antes a la caravana de barbudos– se erigiría como una patética construcción partidista, que ya no sólo matizaría los hechos, sino que a la par los rearmaría, según fuera el deseo (las ideas, suelen repetir los revolucionarios) de su fundador y único gran líder, el Gran Hermano, Fidel Castro. Eso, por muy terrible que nos resultara, siempre sería lo mejor para la defensa del socialismo.
Bastaba decir “Fidel Castro” o simplemente “Fidel” para que la realidad cambiara. Para que los errores se convirtieran en órdenes y los fusilamientos dejaran de verse como asesinatos extrajudiciales sino como la máxima expresión de la justicia revolucionaria. Para que la sumisión fuera la ley, la sentencia definitiva a una nación que se entregó a los brazos de un delincuente mesiánico. La historia entonces, por inocente ovación popular, dejó de ser el inventario fidedigno de la vida de un país con una historia real para deconstruirse en mero manual de propaganda ideológica y justificación de cualquier hecho, siempre que fuera en nombre de la revolución.
Nada podría ser superior a la revolución porque, según Castro, lo primero ha de ser la revolución misma. Y después, entonces, preocuparnos por las demás cuestiones de la vida y la muerte. El mandamás del pueblo revolucionario lo había dictado en 1961, en su reunión, a punta de pistola, con los intelectuales, sellada con la histórica frase: “Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, ningún derecho”. La revolución tenía todos los derechos. Y cambiar la historia, contra viento y marea, era un derecho estratégico, cardinal, histórico, que la revolución no desperdiciaría nunca.
La utopía revolucionaria, el ideal de alcanzar el comunismo, chocaban contra el muro de la realidad mientras crecíamos. Pero cuando el adoctrinamiento empieza con el primer llanto y no existen altavoces más potentes que los de la cotidiana lucha revolucionaria, entonces las comparaciones y los hechos, la historia real de nuestras vidas, poco a poco se van desvirtuando hasta que se desvanecen.
Así los ciudadanos, sus multitudes ensordecidas, dejaron de ser sociedad civil para ser manada, desfiles de robots obedientes, ciegos, mudos, revolucionarios por sobre todas las cosas. Porque lo importante era ser revolucionario. Y ser revolucionario era ser lo que la revolución pidiera, mandara a hacer, lo que se exigía a los revolucionarios ser, lo que se esperaba de nosotros.
Nuestra historia se detuvo, se congeló en una mueca macabra allí, en ese punto de quiebre. Comenzó a consumirse en vez de crecer, a resumirse al trágico destino revolucionario, pues todo lo demás, lo que no estuviera dentro de la revolución, serían bajas colaterales de la historia de la revolución, de la historia, histéricamente revolucionaria. La revolución era la historia y la historia era la revolución. Las generaciones revolucionarias estaban condenadas a vivir en el vacío de la historia. Muchos crecimos creyendo –y sintiendo, que es aún peor– que aquella condición, aquella indefensión aprendida, era nuestro único destino.
Creíamos o nos hacían creer que, a pesar de todo, la pobreza y el subdesarrollo no eran tan malos. Eran la resistencia al despiadado imperio capitalista, que quería apropiarse de nosotros, de nuestra isla, nuestras batallas y miserias. Su objetivo era acabar con la revolución, si los cubanos nos entreteníamos y bajábamos la guardia revolucionaria. Los Comité de Defensa de la Revolución (CDR), el Partido (PCC), la Juventud Comunista (UJC), la Federación Estudiantil Universitaria (FEU), los sindicatos del Estado y todas las organizaciones creadas o secuestradas por el castrismo, serían fieles gendarmes de la revolución las 24 horas del día.
“En cada cuadra un comité, en cada barrio revolución, cuadra por barrio, barrio por pueblo, país en lucha: revolución”, decía la letra de la canción escrita por Eduardo Ramos e interpretada por Sara González y el Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC (Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográficos). Un verdadero hit revolucionario. No en balde un signo delirante de la degradación de la cultura y la esquizofrenia inoculada al civismo republicano.
Parecía imposible encontrar la vacuna para escapar, más o menos salvos, del abrazo asfixiante de la revolución, que, vale acotar, no sólo ha depauperado a Cuba sino que también ha cambiado para mal la historia de Latinoamérica, mucho antes de que los efectos de la exportación del “modelo cubano” se etiquetara como el socialismo del siglo XXI, aún en boga por las alzas y bajas de las crisis, ese resbaladizo statu quo, en que naufragan Venezuela, Nicaragua y otros lares socialistoides.
El “internacionalismo proletario”, al que se nos pedía comprometernos, era simplemente eso: la justificación socialista de la injerencia cubana en otros países, la invasión comunista disfrazada de movimientos de liberación, a cuyas guerras marcharon los cubanos, y donde miles murieron en nombre de la revolución. Las guerras africanas de Fidel Castro son el más claro ejemplo de cómo el pueblo cubano fue convertido en un ejército injerencista manipulado por la ideología comunista. Pero esta injerencia también ha ocurrido en Latinoamérica, aunque con diferencias de estilo.
Los setenta y ochenta fueron años revolucionarios en el sentido más clásico. Mientras en Cuba se construía el socialismo (no lo olvidemos: el socialismo es una eterna construcción simbólica) frente al fantasma del bloqueo económico del “imperialismo yanqui” (como se repite aún en los medios de comunicación oficialistas), en Latinoamérica se continuaba regando el árbol revolucionario, plantado en los sesenta, con la mitificación de los supuestos logros sociales del modelo cubano, sus líderes (vivos y muertos) y una poderosa maquinaria propagandística que desde el comienzo ha apoyado a los movimientos de izquierda, asesorado a partidos socialistas y guerrillas terroristas o rentando ejércitos de médicos y operadores del marxismo cultural castrista.
Ser revolucionario (poco importaba el verdadero significado de esta condición) era y sigue siendo cool, guay, chévere. Decir cubano, dentro y fuera de la isla, era decir revolucionario. O contrarrevolucionario (es alarmante que muy pocos se atreven a definirse así, incluso en el exilio). ¿Eres cubano de Cuba o cubano de Miami?, es una pregunta definitiva que aún se suele hacer. En el fondo de su respuesta sigue estando la revolución como diferencia clave. Y los revolucionarios, aunque infelices y hambrientos, parecen seguir siendo mayoría.
Muy poco ha cambiado Cuba en las últimas décadas. La esperanza de cambio sí ha estado con nosotros, pero sólo con esperanza no se cambian las realidades. Sucedió en 1989, cuando se realizaba el multitudinario plebiscito de Chile y caía el muro de Berlín. Vimos desaparecer la URSS. El Bloque Comunista del Este se había quebrado y se desplomaron, al menos, sus clásicas estructuras. Su mentalidad implosionó, aunque no desapareció. La historia, increíblemente, había cambiado. Así que la revolución también cambió de casaca y estrategia. Ya no eran populares los grupos subversivos, ni tampoco la llamada “dictadura del proletariado”. A partir de ese momento habría que tomar el poder a través de las vías democráticas. Y así, desde entonces, viene sucediendo.
La revolución castrista lo entendió. Y lo logró. El Brasil de Lula, la Venezuela de Chávez, la Bolivia de Evo Morales, la Nicaragua de Daniel Ortega, y otras naciones emplearon el manual castrista del Foro de Sao Paulo. Hoy se sabe. Pero hace 30 años atrás no imaginábamos que ocurriría todo esto.
Bien lo recuerdo. Estaba en el preuniversitario en 1989. Era miembro de un taller literario y en revistas soviéticas, como Novedades de Moscú y Sputnik, empecé a leer noticias seductoras y ver imágenes simbólicas que me hacían pensar en caídas y en plebiscitos más cercanos. Imaginaba que de pronto podría cambiar nuestra historia detenida, presa por causas inmanentes a su naturaleza. Algunos, ante una explosión de anhelos y esperanzas, escribimos historias y poemas (la poesía es el género más sentido que complementa la historia) que testimoniaban aquel momento de ilusión, que no tardó en convertirse en desengaño. A cubanos de distintas generaciones, incluso a amigos, les vi poco a poco perderse en frustraciones, melancolías, adiciones e incluso en avenidas que le llevaron a la muerte.
Tardamos en aprender de aquella estocada histórica. De la búsqueda desesperada de la fe, del alcoholismo, el autoabandono, el suicidio de amigos en el Servicio Militar Obligatorio, la prostitución como el nuevo oficio, el jineterismo, esa nueva forma de “lucha”. Vimos llorar a los familiares de los niños asesinados en el Remolcador 13 de Marzo. Las noticias, con el volumen siempre bajo, de Radio Martí. Dijimos adiós a los amigos balseros de 1994. Las pancartas de Concilio Cubano. Los Hermanos al Rescate. La Primavera Negra de Cuba en el 2003. Y mucho más. Fue terrible, frustrante, agotador, comprobar que casi todos se congelaban, no creían en esas repulsivas verdades. El Noticiero Nacional de Televisión era la voz de la verdad, aunque no fuera cierta.
Después de 1959 la historia de Cuba ha sido una especie de historieta fragmentada, vulgarmente amañada, por un largo proceso adoctrinador y una constante manipulación mediática. Sus pedazos están dispersos, muchos perdidos. Su rearme será una tarea titánica, casi otra utopía. A partir de los años sesenta, los cubanos en la isla han nacido bajo la imposición de una historia adulterada, es decir, han nacido y crecido sin historia. Hemos vivido sin país porque una nación sin historia no es una nación, sino un engendro de la ingeniería social, en este caso comunista.
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