Recuerdo que, incluso desde antes del tenebroso tiempo para la Monarquía inglesa que siguió a la trágica muerte de Diana de Gales –cuando se agudizaron las manifestaciones–, los medios ingleses y del resto del mundo deslizaban o expresaban abiertamente que Carlos de Inglaterra, príncipe de Gales, no llegaría nunca a reinar por la antipatía que suscitaba el heredero inglés de forma mayoritaria entre sus compatriotas; y que la Corona de aquel país se saltaría al heredero legítimo y aquella pasaría directamente de su reina Isabel II (1952-2022) a su nieto Guillermo. Esto también se decía, por cierto, del rey Balduino de los belgas (1951-1993), sin descendencia, respecto de su sobrino Felipe y primogénito de su hermano, quien, pese a los dimes y diretes, y del río que suena, agua lleva, naturalmente, lo sucedió como Alberto II (1993-2013).
Y, naturalmente, tampoco ha habido sorpresas en la sucesión al Trono de Inglaterra y, por ahora, los demás tronos que le corresponden a este rey (los otros que forman el Reino Unido, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Antigua y Barbuda, Bahamas, Belice, Granada, Jamaica, Islas Salomón, Papúa Nueva Guinea, San Cristóbal y Nieves, San Vicente y las Granadinas, Santa Lucía, y Tuvalu); sea de forma sustancial (Escocia, Irlanda del Norte, Gales), sea nominal (los demás).
No cabe duda de la conmoción que la muerte de su gran reina, que lo ha sido sin discusión para su nación, ha causado en el Reino Unido. Basta con ver las imágenes de todo el país desde el anuncio de su fallecimiento y, a la hora en que escribimos estas letras, del traslado por carretera del féretro de Isabel II de Inglaterra desde Balmoral a Edimburgo, y, en general, en los cincuenta y seis estados de su Mancomunidad de Naciones (Commonwealth of Nations o, como es habitualmente citada, Commonwealth) y del resto del mundo ante la desaparición de una figura histórica, aun en vida, como ha sido Isabel II de Inglaterra.
Su hijo primogénito, Carlos, fue proclamado rey, como el tercero de su nombre, en la mañana del sábado, 10 de septiembre, en un acto solemne y sobrio en el palacio de San Jaime de Londres ante el Consejo de Adhesión y de altos dignatarios de su país, empezando por todos los ex primeros ministros vivos. Todo un ejemplo de civismo, de sentido de Estado y de continuidad de una comunidad nacional. Acto seguido, se publicitó por distintos heraldos, acompañados de otros altos funcionarios civiles y unidades militares, en distintos lugares de la Monarquía británica y de los estados de los que es rey. Como sucedía, hasta el reinado de Alfonso XIII, con la proclamación del nuevo monarca por distintos lugares de Madrid y del Reino.
Todo está transcurriendo en la sucesión a la Corona inglesa, que lo es a la jefatura de su Estado y su nación, según lo previsto. Por supuesto, Carlos de Inglaterra era rey desde el mismo fallecimiento de su madre. Es un principio consustancial a la sucesión hereditaria y legítima de la monarquía, y, por eso mismo, uno de sus valores más estimables desde la perspectiva de la estabilidad, que jamás se produce un vacío en la titularidad de la Corona, es decir, en la jefatura del Estado y, antiguamente, del poder mismo: «Le Roi est mort. Vive le Roi!», según la antiquísima proclama del heraldo francés. En español: «El rey ha muerto. ¡Viva el rey!». En inglés, y en este caso: «The Queen is dead. Long live the King!».
Aún queda una semana de actos en memoria de la reina fallecida, que culminarán con el gran funeral de Estado el lunes, 19 de septiembre. Mientras se desarrolla todo lo previsto, acaso no sea ocioso mirar más allá de ese día y esbozar a qué se va a enfrentar Carlos III de Inglaterra, cuando la suspensión de la realidad que causa toda conmoción pase, y aparezca el horizonte sin evasivas.
Al menos, hay cuatro cosas sobre las que deberá reflexionar y actuar. La primera es que la sociedad británica de hoy no es la de ayer y, generacionalmente, Carlos III de Inglaterra deberá esforzarse por empatizar y comprenderla. Llega al Trono con setenta y tres años. A lo que se debe sumar el hecho que ha resumido con contundentes palabras Charles Powell en este diario: «Isabel II es un icono mundial irrepetible, algo que Carlos III jamás será». Pero Carlos III de Inglaterra goza de una notable cultura y sensibilidad. Quizás, el ejemplo de nuestro Carlos III (1759-1788; antes soberano de Parma y Plasencia, como Carlos I, entre 1731 y 1735; y de Nápoles, como Carlos VII, y de Sicilia, como Carlos V, de 1734 a 1759), monarca ilustrado por excelencia, y su relación con un siglo XVIII de una España en cambio, pueda inspirarle. Y, claro es, además de referentes en el pasado, como nuestro monarca ilustrado, tiene la vibrante referencia de nuestro rey, Don Felipe VI, quien, con su trayectoria y ejemplaridad, podría alumbrar un camino para conectar ese mundo que se aleja y el nuevo que viene surgiendo y lo desplaza. La excepcional relación entre las Casas Reales de España y del Reino Unido es un magnífico puente para ello, y para más.
La segunda es el realismo. Más allá de la operación perfectamente diseñada por Buckingham y la diplomacia británica de loas y comunicación pública, Carlos III de Inglaterra hereda el trono en un país en claro retroceso en el mundo, por cifras económicas, peso político y proyección cultural. La coyuntura económica británica es muy delicada. Se enfrenta a una recesión inflacionaria de primera magnitud y el país lleva mucho tiempo sin hacer reformas de calado. Y eso que lo han hecho increíblemente bien desde la crisis. Estaban mucho peor que España –que ya es decir–. Dicho lo cual, es una economía pequeña y abierta al exterior, en la que se habla la lengua franca del mundo. Su reto será insertar con éxito su reinado en ese nuevo contexto, sumando para el Reino Unido.
La tercera es el equilibrio interno. El nuevo rey inglés tiene setenta y tres años. Llega al Trono, cuando la mayoría de los ciudadanos en Occidente está disfrutando de la jubilación. La fuerza y atractivo de su hijo Guillermo, príncipe de Gales y heredero a la Silla de Eduardo desde la muerte de su abuela, le acechan. Las relaciones familiares no son sencillas. Es innecesario exponer la retahíla de escándalos que han acompañado a la familia real inglesa y los que siguen vivos, y que deberán ser conducidos con equilibrio, prudencia y sabiduría.
En cuarto lugar, y aunque es sabido y con razón que las comparaciones son odiosas, excepto cuando favorecen a uno, lo cierto y verdad es que, tras el fallecimiento de Isabel II de Inglaterra, es difícil encontrar en la escena internacional otra figura que esté a la altura de nuestro rey, Don Felipe VI, con el brillo de su decencia, vocación de servicio y altura institucional y personal. Carlos III de Inglaterra, España y los españoles deben saberlo.
Daniel Berzosa es abogado y doctor europeo por la Universidad de Bolonia.
Artículo publicado en el diario ABC de España