Estas últimas semanas han sido marcadas por la incertidumbre. El mundo está paralizado y alarmado. El estado de excepción es el formato dentro del que tiene lugar la vida de los terrícolas. La pandemia desatada nos está colocando por delante la necesidad de pensar el mundo en el que vivimos y atender las señales que muestran la necesidad transformarlo.
No es fácil lavarse las manos
Desde la ciencia se nos avisa acerca del efecto de la pérdida de biodiversidad en la propagación de pandemias, lo que implica que la propagación de nuevas enfermedades como el ébola, el sida y el SARS se ve directamente afectada por la destrucción de los ecosistemas naturales. Es un “multiplicador de amenazas», sostienen los investigadores.
Contra todo lo que suele decirse, este virus no reparte democráticamente su contagio. Los sectores más pobres, que son los mayoritarios, corren con las peores consecuencias. Como bien lo señala el investigador argentino Mariano Aguirre en un reciente ensayo “…primero fue la sugerencia y luego la orden: lavarse las manos y distanciarse. En esas dos acciones aparentemente sencillas quedó retratado el mundo actual, en el que millones de personas carecen de agua para lo primero y no tienen espacio para lo segundo. Después se nos conminó a encerrarnos, algo que tampoco todos pueden hacer…”.
En suma, el covid-19 pone en la vidriera la profunda desigualdad que existe en la sociedad global y dentro de los Estados, bien fotografiada por las estadísticas: alrededor de 80% de la riqueza está concentrada en menos del 10% de la población
El capitalismo en el banquillo
Medio en serio, medio en broma (me parece que más bien lo primero que lo segundo), el prestigioso académico norteamericano Kenneth Boulding afirmó, hace casi tres décadas, que “quien crea que el crecimiento exponencial puede durar eternamente en un mundo finito o es un loco o es un economista”.
Desde diversas perspectivas, unas más radicales (Thomas Piketti por citar solo un ejemplo), otras no tanto (Joseph Stigliz, Paul Collier y hasta el mismísimo Klaus Schwab, presidente del Foro de Davos, entre muchos), asoman la necesidad de sustituir o revisar el capitalismo, que es el marco donde transcurre nuestro modo de vida en todos sus ámbitos, casi a merced de la mano invisible (y no pocas veces torpe) del mercado, bloqueando incluso la posibilidad de pensar en otra alternativa, aunque corre la voz de que la “opción” pudiera ser el modelo chino, vale decir, el capitalismo sustentado en los metadatos y administrado por el Partido Comunista (siempre me pregunto qué pensaría Marx de este invento).
Así las cosas, contra lo que uno pudiera haber imaginado, fue Macrón, el presidente de Francia, que, como se sabe, viene del mundo de las finanzas y es de ADN neoliberal, quien, entre los políticos, se acercó más al diagnóstico de lo que está ocurriendo: “Mañana tendremos tiempo de sacar lecciones del momento que atravesamos, cuestionar el modelo de desarrollo que nuestro mundo escogió hace décadas y que muestra sus fallos a la luz del día, cuestionar las debilidades de nuestras democracias”.
El (des)gobierno de la globalización
La humanidad se enfrenta en los últimos años a crisis que, es ya un lugar común indicarlo, son consecuencia de acciones concatenadas y de la debilidad institucional en el plano global, pero con expresiones locales. Hoy lo global es local y lo local es global y, sin una colaboración radical de todos, será imposible predecir y construir un futuro sostenible y más amigable.
Pero como lo ha expresado Federica Mogherini, ex canciller de la Unión Europea, a los terrícolas todavía nos cuesta entender la urgencia de contar con “…una visión internacional cooperativa, el multilateralismo, las soluciones mutuamente ventajosas y la búsqueda de consensos, y políticas comunitarias en vez de una visión puramente individualista de la sociedad…”. En fin, gobernar los riesgos globales es tarea que no encaramos adecuadamente. Y para ejemplo basta y sobra con observar la manera como hemos tratado el tema del cambio climático. Firmamos acuerdos pero no los cumplimos sino a medias, a pesar de que la evidencia científica -aún hay quienes la refutan, ¿verdad, Donald Trump, verdad Jair Bolsonaro?– , nos habla de los graves riesgos que corremos como especie, si no modificamos profundamente nuestra relación con la naturaleza.
Democracia y el Big Data
Actualmente la tecnología hace posible monitorear a todos todo el tiempo. En los últimos años, tanto los gobiernos como las grandes corporaciones han estado utilizando instrumentos cada vez más sofisticados para rastrear, monitorear y manipular a las personas. Entre algoritmos y biometría transcurre el debate en torno a la vigilancia social. Como era lógico esperar, en su esfuerzo por controlar al coronavirus, varios gobiernos ya han implementado esas nuevas herramientas de control.
A propósito de ello, el historiador Yuval Noah Harari ha alertado, junto con otros especialistas, que si no tenemos cuidado la epidemia podría marcar “un hito importante en la historia de la vigilancia porque podría normalizar el uso de nuevas plataformas digitales, capaces de cambiar nuestro comportamiento y en algunos casos, de predecir nuestras decisiones, y empujarlas hacia diferentes resultados”.
En el marco de lo anterior cabe señalar que estas herramientas son, sin duda, de enorme utilidad, pero según lo sugiere el filósofo Daniel Innenarity, “tienen una gran inexactitud social y puede estar ocurriendo que nuestras sociedades estén midiendo muy bien algo que no saben qué es. La matematización de la realidad social es un instrumento indispensable, pero tanto más útil cuanto más consciente se sea de sus limitaciones…”
Existe, pues, un problema serio para la democracia. Hay que impedir que el estado de emergencia se convierta en estado de excepción, que el control digital de la sociedad sea la nueva normalidad, una vez pasada la pandemia. Y, de paso, vale la pena reiterar lo señalado anteriormente respecto al modelo chino.
Resetear el planeta
Como escribió alguien (en las redes sociales también hay espacio para la sabiduría y la sensatez), tenemos que darnos cuenta de que es de nuestra vida pasada de donde tenemos que salir y no del estado de alarma impuesto por la pandemia.
Asumir, entonces, la idea de un destino común y humanizar nuestra convivencia según los valores de la libertad, la solidaridad y la igualdad, interpretados desde las esperanzas y los escollos del siglo XXI.
Resetear el planeta, pues.
¿Lo haremos? Confieso que no sé.