Imponiéndose por sus propios méritos, densa y suficientemente cultivados en las sociedades contemporáneas. Por encima de muchas limitaciones socio-políticas, de mucha gente con mentalidades obtusas, la mujer ha logrado reivindicarse; ha procurado los reconocimientos históricos, alcanzando la igualdad de oportunidades y la equidad en el ejercicio de sus derechos, hasta transformar y consolidar una resignificación de la palabra mujer. Hasta lograr que se valore la palabra mujer en su justa y muy humana dimensión.
A nadie se le ocurriría en estos tiempos señalar, dogmáticamente, mulier en latín, o mujer en español, atendiendo (invariablemente) a las tramposas acepciones originales. Dicho una vez más: La etimología del vocablo mujer lo heredamos del latín mulier.
De modo que no es una palabra de nuevo acuñamiento; por el contrario, es un término muy antiguo y con tantísima densidad socio-cultural y emocional que desde que se formó ha ido evolucionando en estructura y en significado hasta llegar a su apreciación actual.
No obstante, prestemos bastante atención a lo siguiente: no es nada ingenuo o desprevenido que se haya construido y sostenido, por siglos, en casi todas las lexicografías que el vocablo mujer (mulier) designe a la representante del género femenino, como: blandengue, floja, muñida que es lo que arrastra, como añagozo fardo lingüístico muy pesado, en su estricta traducción y entrega semántica; lo cual no encaja con la realidad contemporánea de la mujer.
Permítanme decir que las palabras evolucionan y adquieren de suyo nuevas e interesantes configuraciones. Así entonces, hoy el étimo mujer se caracteriza bajo otras muy distintas consideraciones; porque hemos asumido por justicia una nueva articulación discursiva e indoblegable carácter de dignificación para ellas.
Estamos obligados a admitir, siempre por absoluto merecimiento, estricta equidad de género.
De aquel mulier latino añoso y tramposo no debe quedar el menor vestigio, por injusto y desconsiderado hacia la mujer.
La acepción de la palabra mujer en la contemporaneidad se revitaliza por las muchas luchas de ellas; libradas para ensanchar con grandeza a la humanidad.
Atrás quedaron las vilezas y persecuciones de las sociedades hacia dignas mujeres, que se ocultaron con nombres de hombres para alcanzar sus propias realizaciones.
Para perplejidad de muchos, nunca existió un hombre famoso, escritor inglés llamado “George Sand”; porque tal fue el seudónimo con el cual se cubrió la novelista, periodista y socialista francesa Amantine Aurore Lucile Dupin, de tanto reconocimiento en toda Europa, en esa época; inclusive llegó a aglutinar mucho más proyección y fama que Víctor Hugo y Honoré de Balzac.
Aurore, como la trataban cariñosamente sus íntimos amigos, llegó a ser ponderada y valorada legítima y notable representante del romanticismo de entonces.
Lucile Dupin, autora consagrada con la obra Indiana (1832), prefirió utilizar a “George Sand”, alternativa de su verdadero nombre, por temor a la pacatería de la sociedad parisina del siglo XIX; excesivamente escrupulosa y exigente en los comportamientos sociales.
Otra similitud de caso lo conseguimos cuando la escritora española Cecilia Bohl de Faber prefirió rubricar todas sus obras con el nombre de “Fernán Caballero”.
Al parecer no había un motivo extraordinario para asumir el mencionado seudónimo en sus escritos. Lo extraño del hecho consistió en que se encontraba inmersa en la sociedad sevillana, de recio talante costumbrista, tradicionalista y católica.
Cuando alguien, en algún momento, le pregunta por tal decisión; ella, autora de “Callar en vida y perdonar en muerte”, respondió con desaprehensión: “«Gustóme ese nombre por su sabor antiguo y caballeresco, y sin titubear un momento lo envié a Madrid, trocando para el público, modestas faldas de Cecilia por los castizos calzones de Fernán Caballero».
Ha habido una especie de apartheid sufrido por la mujer; reforzado a través de las estructuras simbólicas: en la literatura, en las ideologías, en los modos de mencionar y categorizar el vocablo mujer, en la filosofía, educación, los programas de radio y televisión, en las redes y plataformas digitales; en fin, de muchas maneras han contribuido a crear una concepción errada de la inferioridad de la mujer.
Asunto inaceptable bajo ninguna circunstancia. Menos en este siglo, que es el Siglo de las Mujeres.
Debemos deconstruir la cultura patriarcal; donde se alojan, precisamente, para reproducirse y perpetuarse las racionalidades que imponen a las mujeres, la mayoría de las veces, su modo de ser, hacer y decir.
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