Lula da Silva es un astuto e histórico dirigente de la izquierda mundial. Ha sabido siempre remontar todos los obstáculos que se han interpuesto en su vida política y con muchas comillas se ha convertido en un referente en la geopolítica internacional. Y no es para menos, Brasil es la cabeza de la región. Pero está claro que, a todas estas, Lula, aunque simpatizante oportunista de Hugo Chávez en su momento, no logra sintonizar a Maduro y no solo lo sabe peligroso sino también desagradable, como recientemente declaró. Y esto es lógico, el ocupante de facto de Miraflores desafía a la región como el más incómodo de los vecinos cuya permanencia en el poder significa inestabilidad para todos. Maduro apesta incluso para aquellos que presuponemos cercanos a él ideológicamente. No es la región con la influencia de Castro en los setenta u ochenta. Ni tampoco la proxeneta Venezuela de Chávez. Es que Maduro no es siquiera símbolo de algo, ni aliado de la izquierda, no es nada y desde el 28J no representa a nadie, es apenas el desquiciado sobreviviente de un régimen, instaurado en 1999 con la llegada de Chávez, que fracasó y devastó en su totalidad al país. Un pésimo (y de muy mal gusto) híbrido de autócrata envalentonado y delirante demagogo.
El 28 de julio fue el cataclismo para el que el régimen ni en sus peores pesadillas pudo prepararse, tanto que desde entonces viven su peor y final pesadilla. Sin una sola bala disparada fue demolido en todos los rincones del país con una votación que tradujo de forma contundente el hastío de la sociedad venezolana. Y esto quedó en evidencia ante el mundo por la extraordinaria labor y disciplina del liderazgo articulado a nivel nacional por María Corina Machado, la iron dame que levantó al país de la oscura noche que pesaba sobre nosotros.
Pero era obvio esperar la violenta reacción, el desacato a la soberanía popular, el desquiciamiento mitómano y lo que es peor, el cierre de filas en ese “sector continuista” de la Fuerza Armada que, reacio a cualquier cambio político, prefiere aferrarse al timón antes que entregar todo aquello para lo que han sido rehechos en estos 25 años de régimen. La estructura criminal creada en un cuarto de siglo en algunos sectores acomodaticios en el orden civil, donde el cayado es la sátrapa bayoneta, no tiene más opciones que aferrarse hasta ese final incierto que los aguarda. Hacer lo contrario es perder todo.
Y es por eso que ante la naturaleza autócrata y criminal del régimen al que se enfrenta, en estos sus últimos estertores, no cabe darle un tiempo extra de legalidad. Esa legitimidad se le daría si se repitieran las elecciones, tal como algunos actores opositores en su mezquindad apuestan. Y como Lula, para lavarse las manos cual Pilatos, propone de la mano de Petro. No cabe repetir elecciones, ésta debe ser la postura sensata de quien tiene la verdad. Lo único que puede quedar sobre la mesa es la carpeta con condiciones y garantías, políticas y judiciales, para quienes les toca acatar el mandato del 28J. Diálogo sí, es apremiante, pero no para prolongar esta injustificada ola de terror y represión, sino para encaminar al país a su reconstrucción, la cual empieza con la salida de Maduro del poder. Gobierno de unidad y coalición nacional también, pero sobre la base de la democracia, no del régimen.
La tarea cívica fue cumplida el 28J con creces. Y una vez tomada la decisión nacional queda la ejecución. Esta épica lucha entre el bien y el mal, tendrá que llevar, sí o sí, a la ruptura que producirá la transición democrática en Venezuela.
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